El vestíbulo donde aún esperan
Llegué tarde a mi cercanías. No porque me entretuviera, sino porque me demoré. Una tontería, molesto, y, si soy honesto, desesperadamente inútil. Me quedé en el andén vacío de la estación Sur, fumando por primera vez en años —abiertamente, como si ya no tuviera nada que perder— y miré cómo se perdían en la oscuridad las luces rojas del último vagón. Aspiraba con avidez, como si en ese humo encontrara un sentido que hacía tiempo había desaparecido. Y de pronto lo entendí: ya no tenía prisa. Allá donde iba, nada cambiaría. Y a casa… a casa no quería volver. Allí solo quedaba vacío. Todo lo que yo mismo había dejado atrás.
Caminé despacio por el andén, como si esperara encontrar otro camino, otra oportunidad, otro giro. Pero solo había asfalto mojado, charcos turbios y mi propio reflejo en ellos. La lluvia acababa de empezar —fina, fría, casi imperceptible. Entré en la sala de espera —vieja, con corrientes de aire, grietas en el techo, olor a óxido, humedad y un tiempo que allí se había detenido.
Según el calendario era primavera, pero el vestíbulo olía a invierno. Los viejos radiadores crujían más que calentaban, bajo los bancos se acumulaba la suciedad y el frío se filtraba por las paredes. Junto a la ventana había una mujer de unos cuarenta años con un niño de ocho años, más o menos. Él comía empanadas frías de un tupper, con cuidado, como si cumpliera una tarea. Llevaba el uniforme del colegio y un abrigo doblado sobre las rodillas. A sus pies, una mochila gastada. Masticaba concentrado, haciendo muecas —las empanadas estaban duras como piedras. La mujer miraba por la ventana, como si no la viera. Tenía ojeras, las manos sobre las rodillas, como alguien que se aferra a lo poco que le queda. Los dedos le temblaban. Como si algo estuviera a punto de romperse dentro.
No les habría prestado atención de no ser por su voz:
—¿Entiendes que no va a volver?
La frase, pronunciada en un susurro áspero, sonaba como arrancada de su alma. Como si escupiera una piedra. El niño no reaccionó. Solo asintió y siguió comiendo. Como si ya lo hubiera oído antes. Como si esas palabras no le dijeran nada nuevo.
Me dio vergüenza. No por ellos, por mí. Por haber escuchado. Por también haber dejado atrás a alguien. Por no haber esperado. Tuve ganas de salir otra vez a la lluvia, de congelarme hasta los huesos, de purgarme. Me levanté, caminé hacia la puerta, y entonces la oí:
—No le guardes rencor. No pudo. Es débil.
En la palabra «débil», su voz se quebró, como si al decirlo en voz alta lo entendiera por fin. El niño apretó el tenedor con fuerza. Los nudillos se le volvieron blancos. Se quedó callado.
No me fui. Volví y me senté más cerca de ellos. No para entrometerme, sino porque no sabía dónde más estar. Ese silencio entre ellos contenía más verdad que cualquier grito. La mujer me miró. Un instante, sin reproche. Solo el gesto de alguien agotado.
—Perdone —dije—. Mi tren se fue antes de lo esperado.
Asintió. Su rostro permaneció inmóvil, como tallado en piedra. Y de pronto, el niño me miró y preguntó:
—¿Y quién se ha ido en su caso?
La pregunta era simple, como si no exigiera respuesta. O como si la exigiera justo aquí, justo ahora.
—Yo mismo —contesté—. Yo fui quien se fue.
Asintió, como si lo comprendiera. Y añadió:
—¿Y ahora adónde va?
—No lo sé —encogí los hombros—. Por ahora aquí. Luego ya veremos.
La mujer se levantó. Con cautela, como si las piernas le pesaran.
—Vamos, Javi. Nuestro autobús sale en veinte minutos.
El niño guardó el tupper en silencio, cerró la mochila. Salieron. No se volvieron. Solo el clic de la puerta al cerrarse. Y listo. Se desvanecieron. Y yo me quedé. Solo. En ese vestíbulo donde el tiempo parecía detenido, donde el aire olía a vidas ajenas.
Miré hacia el banco. Había un pañuelo arrugado, hecho una bola. Lo recogí y lo tiré. Como si con él arrojara también algo de lo que ya era hora de desprenderse.
Pasé media hora sentado. En silencio. Luego entró un anciano. Bajito, con una chaqueta gastada y una carpeta bajo el brazo. Olía a mentol y a farmacia. Se sentó a mi lado. No dijo nada. Nos quedamos así. Unos diez minutos.
Y entonces habló:
—Vengo aquí todos los días. Costumbre. Mi mujer y yo nos encontrábamos aquí. Ella… —hizo una pausa, suspiró—. Bueno, ya no está. Pero yo sigo viniendo. Una tontería, supongo. Pero no sé hacerlo de otra forma.
Asentí.
—¿Fue amor?
—Lo fue. Un amor tonto.
—El amor nunca es tonto. Solo llega a destiempo —dijo. Y no añadió nada más.
Se marchó, dejando huellas húmedas en el suelo. Y yo salí tras él. La lluvia casi había cesado. Las gotas caían lentas, dispersas. Sobre las vías se alzaba un vaho ligero, como si la propia estación respirara.
Lo vi alejarse, despacio, como disolviéndose en el aire. Pequeño, frágil, como una figura que el viento podría llevarse. Y de pronto lo entendí: quería volver a casa. No a un lugar. A mí mismo. A ese punto donde aún quedaba luz. Donde alguien te espera, aunque te hayas ido.
Fui a la taquilla y compré un billete.
El cercanías llegó a su hora. Puntual. Como si el destino hubiera decidido no retrasarse hoy. Subí al vagón sin prisa, como si, después de mucho tiempo, por fin supiera adónde ir.