La ruptura que transformó mi vida.

La ruptura que me salvó la vida
—Lucía, ¿qué demonios haces? —la voz de Nicolás retumbó por el piso—. ¿Adónde piensas ir vestida así?
—Al teatro, si me dejas —Lucía ajustó la blusa nueva, comprada en rebajas, frente al espejo—. Quedé con Amparo, llevamos tiempo queriendo ver esa obra.
—¿Qué teatro? ¡Tienes la casa patas arriba! Platos sin lavar, mis camisas sin planchar. ¡Y tú al teatro! —Nicolás la agarró del brazo, forzándola a mirarle—. Cámbiate ahora y ponte con las tareas.
Lucía forcejeó, liberándose, pero en la muñeca quedó el rojo de sus dedos.
—Nico, hablamos ayer. Estuve todo el día en casa, lo hice todo. Solo quiero una tarde para mí, ¿qué tiene de malo?
—¿Para ti? —soltó una risa despectiva—. ¿Y quién te mantiene? ¿Quién te da techo? Llego del trabajo, quiero cenar decente, no esos bocadillos tuyos.
Lucía entró en silencio a la cocina, sacando comida de la nevera. Las manos le temblaban, un nudo apretaba su garganta. Por la mañana anhelaba esa salida, hasta se rizó el pelo y limpió los zapatos. Y ahora…
—¡Eso es! —refunfuñó él satisfecho, subiendo el volumen de la tele—. ¡Y date prisa! ¡Tengo un hambre de lobo!
Mientras el aceite calentaba, Lucía espió por la ventana. En el patio, una mujer de su edad sacaba al perro, reía hablando por teléfono. Qué feliz parecía esa desconocida. Libre, ligera…
—¡Lucía! ¿Te has dormido ahí? —rugió él desde el salón.
—¡Ya va, ya va! —respondió ella, volteando tortillas a toda prisa.
Nicolás apareció en la puerta, apoyado en el marco.
—Oye, mañana viene Paco, hablaremos de negocios. Nada de tus amigas, quédate en casa callada, sirve el té si lo pedimos.
—Pero mañana es sábado —objetó tímida—. Las chicas y yo queríamos ir a una cafetería…
—¿Qué chicas? Tienes cuarenta y tres, Lucía, ¡espabila! Ya es hora de entrar en razón. Hogar, familia… ese es tu sitio. No tonterías con amigas y cafés.
Lucía puso el plato ante él, sentándose enfrente. No tenía hambre, un nudo asfixiaba su garganta.
—Nico, ¿por qué me tratas así? Antes no eras así… Íbamos juntos al teatro, al cine, me regalabas flores…
—¡Antes! —hizo un gesto brusco—. Antes eras más joven, más guapa. ¿Y ahora qué queda de ti? Engordaste, avejentaste, vistes como una abuela. ¡Me da vergüenza salir contigo!
Las palabras dolían más que un golpe. Lucía se levantó, recogiendo la mesa. Las lágrimas asomaban, pero las contuvo. No quería darle otro motivo de humillación.
—¡Y no llores! —frunció él el ceño—. No soporto los lloriqueos. Mejor piensa cómo arreglarte. Apúntate al gimnasio, ponte a dieta. Estás hecha un desastre.
Cuando él volvió al salón, Lucía sacó el móvil, escribiendo a Amparo: «Hoy no puedo, lo siento. Lo dejamos».
La respuesta fue instantánea: «Luci, ¿qué ha pasado esta vez? ¡Es la tercera en un mes! ¡Así no!»
«Va todo bien, son asuntos urgentes», tecleó ella, borrándolo al instante. Escribió más corto: «Todo bien».
Pero Amparo insistió: «Ven a mi casa ahora mismo. Lo digo en serio».
«No puedo, Nico está».
«Lucía, somos amigas desde hace veinte años. Veo lo que te pasa. ¡Basta ya de aguantar!»
Lucía guardó el móvil bajo papeles en un cajón. Amparo no entendía, ella estaba divorciada, vivía sola, era fácil dar consejos. ¿Y su casa? ¿Y la hipoteca que pagaban juntos? ¿Adónde iría? ¿Qué haría?
Al día siguiente, tras ir él al trabajo, Lucía visitó a su tía Concha. La mujer de setenta años la recibió con los brazos abiertos.
—¡Lucita! ¡Mi niña bonita! —tía Concha la abrazó fuerte—. Pasa, pasa, justo saqué un pastel.
Tomando té, la tía la observó con detenimiento.
—Estás pálida, niña. Y más delgada. ¿Va todo bien?
—Sí, tía Concha —Lucía forzó una sonrisa—. Cansada del trabajo, nada más.
—Del trabajo… —murmuró la anciana—. ¿Y en casa? ¿Cómo está ese Nicolás?
—Bien. Trabaja mucho, se esfuerza por la familia.
Tía Concha calló un rato, luego suspiró.
—Mira, Lucita, yo viví casada toda la vida. Treinta y ocho años al lado de tu tío Pepe. Y te digo algo claro: hubo buenos y malos tiempos. Pero escucha: nunca, jamás, él se permitió humillarme o prohibirme vivir.
—Tía, ¿a qué viene eso?
—A que una mujer debe ser mujer siempre. Y si un hombre no lo entiende, no vale un duro. Recuerda mis palabras.
De vuelta a casa, Lucía rumió lo dicho por su tía. En una tienda, se detuvo ante un estante de libros, tomando una novela que anhelaba leer. Luego la dejó: en casa aguardaban quehaceres y Nicolás odiaba que leyera.
Esa noche llegó el tal Paco, un tipo desagradable y colorado. Él y Nicolás bebieron vino en el salón, hablando fuerte de negocios. Lucía
Y cada mañana, al despertar en la tranquilidad de su propio hogar, Vera sonreía sabiendo que su vida era finalmente libre y plena.

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La ruptura que transformó mi vida.