—¡Remedios, ¿qué haces?! —la voz de Rodrigo retumbaba por el piso—. ¡¿Adónde piensas ir así vestida?!
—Al teatro, si me lo permites —Remedios se ajustó la blusa nueva que compró en las rebajas—. Quedé con Felisa; hace tiempo que queríamos ver la función.
—¿Teatro? ¿Qué teatro? ¡Con la casa que tienes sin recoger! ¡Platos sin lavar, mis camisas sin planchar! ¡Y ella pensando en el teatro! —Rodrigió la agarró del brazo, forzándola a mirarle—. ¡Ve a cambiarte ahora mismo y pon la casa en orden!
Remedios tiró del brazo para soltarse, pero la marca roja de sus dedos permaneció en su muñeca.
—Rodrigo, hablamos de esto ayer. Pasé todo el día en casa, lo terminé todo. Solo quiero una tarde para mí, ¿qué tiene de malo?
—¿Para ti? —espetó con desdén—. ¿Y quién te mantiene, eh? ¿Quién te viste, quién te da un techo? Yo vengo del trabajo, ¿sabes? ¡Quiero una comida decente, no esos bocatas!
Remedios, en silencio, entró en la cocina y sacó algo de la nevera. Le temblaban las manos; un nudo tenso le apretaba el estómago. Por la mañana estaba emocionada con la noche, incluso se arregló el pelo, abrillantó los zapatos. Y ahora…
—¡Eso es! —masculló satisfecho Rodrigo, subiendo el volumen de la tele—. ¡Y date prisa! ¡Estoy más hambriento que un perro!
Mientras la sartén se calentaba, Remedios miraba a hurtadillas por la ventana. Una mujer de su edad sacaba el caniche a pasear, riendo por el móvil. Qué feliz parecía esa desconocida, qué libre, qué ligera…
—¡Remedios! ¿Te dormiste ahí dentro? —rugió él desde el salón.
—¡Ya está, preparándolo! —respondió ella, dando prisa a las croquetas.
Rodrigo apareció en el umbral, apoyándose en el quicio.
—Oye, mañana por la tarde viene Benítez; asuntos de negocios. Nada de amigotes tuyas. Quédate en casa, calladita, y sírvenos té si te lo pedimos.
—Pero mañana es sábado —objetó tímidamente—. Las chicas y yo queríamos ir a una cafetería…
—¿Qué chicas? Tienes cuarenta y tres años, Remedios. ¡Despierta! Ya es hora de espabilar. Hogar, familia… eso es lo tuyo, no esas tonterías con las amigas.
Remedios puso un plato delante de él y se sentó. No tenía hambre; un nudo le atenazaba la garganta.
—Rodrigo, ¿por qué me tratas así? Antes no eras así… Ibas conmigo al teatro, al cine… me traías flores…
—¡Antes! —echó el brazo al aire con desdén—. ¡Antes estabas más joven, más guapa! ¿Y ahora qué queda? Gorda, avejentada, vas como una madrina. ¡Me da vergüenza salir contigo!
Las palabras dolían más que cualquier golpe. Remedios se levantó para recoger la mesa. Las lágrimas amenazaban, pero se contuvo. No quería darle más motivos.
—¡Y nada de lloriqueos! —frunció él el ceño—. No soporto las películas lagrimeras. Mejor piensa en arreglarte un poco. ¿Tal vez al gimnasio? Apúntate a dieta.una bajada, que te has abandonado.
Cuando él volvió al salón, Remedios sacó el móvil y escribió a Felisa: «Hoy no puedo, perdón. Lo dejamos para otro día».
La respuesta fue instantánea: «Remi, ¿otra vez? ¡Es la tercera vez este mes! ¡Esto no es vida!»
«No pasa nada, simplemente cosas que hacer», tecleó Remedios y lo borró al instante. Escribió algo más corto: «Todo bien».
Pero Felisa insistía: «Ven ahora mismo a mi casa. En serio».
«No puedo, Rodrigo está en casa».
«Remedios, veinte años de amistad. Veo lo que te pasa. ¡Basta ya de aguantar!»
Remedios guardó el móvil en el cajón, bajo un montón de papeles. Felisa no entendía; divorciada, vivía sola, le era fácil dar consejos. Pero ¿y el piso, la hipoteca que pagaban juntos? ¿Adónde iría? ¿Qué haría?
Al día siguiente, con Rodrigo en el trabajo, Remedios decidió visitar a su tía Carmen. La septuagenaria la recibió con los brazos abiertos.
—¡Remi, amor! ¡Qué guapa estás! —La tía Carmen abrazó fuerte a su sobrina—. Pasa, pasa, justo saqué una tarta del horno.
Tras el té, la tía la miró con atención.
—Cariño, estás pálida. Y has perdido peso. ¿Va todo bien?
—Sí, tía, todo normal —Remedios forzó una sonrisa—. Es solo que el curro cansa.
—El curro… —suspiró la tía—. ¿Y en casa qué tal? ¿Cómo anda ese Rodrigo?
—Bien, bien. Trabaja mucho, se esfuerza por la familia.
La tía Carmen calló un rato, luego suspiró.
—Escucha, Remi. Yo viví casada toda la vida. Treinta y ocho años con tu tío Manolo. Y te digo una cosa: hubo buenos y malos tiempos. Pero nunca, oye bien, nunca se permitió humillarme o prohibirme vivir.
—Tía, ¿de qué hablas?
—De que una mujer debe seguir siendo mujer, venga lo que venga. Y si un hombre no lo entiende, no vale ni un duro. Recuérdalo.
Camino a casa, Remedios reflexionó sobre las palabras de su tía. En una librería, se detuvo ante una estantería, cogió una nov
Lucía respiraba por fin sin miedo, descubriendo día a día que al otro lado del temor no estaba el vacío, sino su propia libertad.