Cuando Leocadia vio a los hombres de bata blanca, con camillas sobre las que reposaba inmóvil una joven mujer, sintió una extraña satisfacción que pronto se tornó en pavor.
¿Estaría viva la que la habían llevado al hospital? Esa pregunta le recorrió la sangre como un frío sudor. No quería nada de eso, ni siquiera por su madre. Los huesos rotos jamás habían formado parte de su plan. Solo deseaba castigar, enseñar una lección, alejar a la mujer de su padre.
Los Gómez eran famosísimos más allá del pueblo. No era una familia, sino una escuadra de negocio: Diego, su esposa Lidia y su hija Leocadia. Su centro ecuestre, Leyenda, atraía a los turistas como una peregrinación. Diego, de origen gitano, era un hombre de alma generosa. Lidia, su respaldo fiel, llevaba la contabilidad. Leocadia, criada entre sillas de montar, conocía a cada caballo como a un hermano. Desde pequeña ayudaba en el establo y pronto se profesionalizó en la doma. Tenaz, callada y valiente, era una mujer de acción.
Todo comenzó como un hobby del patriarca: Diego criaba unos pocos caballos en la granja familiar. A mediados de los noventa construyó, cerca de la aldea de San Martín, una amplia cuadra con pista y un corral espacioso. Poco después añadió una pequeña hostal y amplió su hato a cinco ejemplares más, ofreciendo también la guarda y el cuidado de caballos ajenos. Contrató mozos de cuadra, herreros y entrenadores y abrió el alquiler de caballos.
El servicio conquistó a los nuevos veraneantes castellanos, y también a los turistas que llegaban de Madrid. Leocadia vivía con su madre en un piso del centro de Segovia, pero los fines de semana se dirigía sin falta al campo, donde el olor a heno la hacía sentir en casa. En séptimo de primaria ya ayudaba a su padre a instruir a los principiantes.
Al terminar la escuela secundaria, rechazó la universidad para dedicarse por completo al negocio familiar. Conocía a sus caballos como a la palma de su mano: quién estaba de buen humor, quién sentía dolor, a quién podía soltar al prado y a quién convendría mantener bajo control.
El negocio no siempre fue un paseo. En 2010 un incendio devoró los edificios y se cobró la vida de varios caballos. Diego quedó devastado, mientras Lidia, sin derramar una lágrima, afirmó que todo volvería a levantarse. Juntos reconstruyeron.
El idilio familiar se quebró con el primer accidente cerebrovascular de Lidia.
Diego se volvió su sombra, su voluntad. Tres meses después llegó el segundo golpe. Cuando quedó claro que Lidia no volvería a caminar y quedaría recluida en su apartamento, algo se quebró en él.
No abandonó a su esposa; contrató cuidadoras, trajo medicinas caras, pero su mirada se volvió vacía y sus caricias mecánicas. La esperanza se apagó en sus ojos.
Leocadia observaba la frialdad de su padre hacia la madre y lo detestaba por su debilidad. Creía que Lidia se levantaría pronto; aún no había llegado a los cincuenta y la familia volvería a ser unida, solidaria y trabajadora.
Ese sueño se desplomó en un instante.
Una tarde la encontró a su padre en el granero con Verónica, una mujer de negocios atractiva y segura que era clienta habitual. El mundo de Leocadia se invirtió. Un torrente de furia la arrastró hasta la habitación de su madre.
Esperaba encontrar en los ojos de Lidia el mismo dolor que sentía. La mujer, atrapada en su silla de ruedas, sólo exhaló un suspiro:
Hija, tranquilízate. Lo sé.
¿Lo sabes? escupió Leocadia. ¿Y te quedas callada?
Tiene 48 años, todavía tiene energía, necesita compañía. Yo ya no soy más que una carga para él. Que él salga, que no nos abandone, que el negocio siga. Lo perdono. Por él, por nuestra familia. Y tú también deberías perdonarme. Por mí.
Leocadia no podía perdonar. Su padre la había criado con una rigidez férrea respecto a los hombres, y a sus veinte años nunca había sentido una verdadera atracción.
La idea de que una mujer ajena aprovechara la vulnerabilidad de su padre y la fragilidad de su madre la envenenaba. Rememoraba la ternura con la que su padre había tratado a su madre, su atención y cuidado. Comprendió que no era culpa de él, sino de Verónica. Esa mujer había alzado la cola, y ningún hombre podía resistirla. Todo su odio se volcó contra la amante.
La venganza se convirtió en una idea obsesiva.
Sin embargo, una represalia brutal no era su estilo. Decidió arrebatar a Verónica aquello que más atesoraba: su fría superioridad y control. Sabía que, pese a su experiencia, Verónica temía parecer ridícula. Así ideó un plan.
Le propuso a Verónica probar un nuevo caballo llamado Tormenta, que en realidad era un animal dócil y calmado. Durante varios días entrenó a Tormenta con señales sutiles, invisibles para los demás.
El día de la prueba, en la pista abarrotada, Leocadia montó un espectáculo. Demostró la templanza de Tormenta y, cuando Verónica se subió al sillín, el caballo empezó a actuar de forma caprichosa, pero no agresiva. No relinchó, sino que jugueteó. Se ponía en puntillas en el momento más inesperado, ignoraba órdenes y realizaba saltos absurdos.
Verónica, intentando preservar su imagen, parecía una jinetista torpe incapaz de domar a un animal obstinado. El público no pudo contener la risa. Al final, la mujer se agitó, se enfadó y cayó de forma grotesca.
Diego no estaba presente; había ido a visitar a su esposa. Leocadia se encargó de todo.
Una hora después del incidente, el padre llegó al establo y se dirigió al hospital donde habían llevado a Verónica. Antes de marcharse, lanzó a Leocadia una mirada furiosa, como diciendo: Esto todavía lo resolveré.
Cuando el impulso se disipó, Leocadia se quedó sola en la pista vacía, sintiendo no triunfo sino un vacío absoluto. No había pretendido herir a nadie; todo había sido una coincidencia desafortunada.
Al día siguiente, Diego volvió al establo al amanecer. Esperó a que Leocadia bajara para desayunar. Su rostro estaba gris.
El sillín dijo en voz baja. Lo revisé. Lo han astillado. Y el comportamiento de Tormenta me lo han contado todo ¿Cómo es que te enseñé a hacer eso?
Leocadia intentó explicarse:
¡Por vosotros! ¡Por mamá! ¡Para que ella se fuera!
¡Cállate! gritó Diego por primera vez en su vida. No lo hiciste por nosotros. Te creíste con derecho a juzgar. No sé si algún día podré mirarte sin horror.
Peor que las palabras del padre fue el silencio de la madre.
Leocadia se acercó a Lidia, esperando al menos comprensión. Lidia la miró con ojos ajenos y fríos:
Te lo pedí. Que entendieras, que perdonaras, como yo sé hacerlo. Pero tú trajiste al hogar el mal. Un mal calculado y deliberado. ¿Pensaste que salvabas a la familia? La enterraste. Vete.
Poco después se supo que Verónica estaba bien; se sospechó una lesión de columna, pero tras dos días sin poder moverse resultó ser solo un shock, con contusiones y un leve golpe de cabeza. No se presentó demanda: cada cliente firma un documento de exención de responsabilidad antes de montar. Además, solo Diego y Lidia vieron la intencionalidad del accidente cuando supieron qué caballo había caído.
La Leyenda sigue en funcionamiento, pero su alma se ha escapado.
Diego vive en una casita al borde del establo, sin hablar a su hija. Lidia se ha encerrado en sí misma; su silencio es una pared que Leocadia no logra derribar.
Leocadia habita sola en la casa vacía, contemplando fotos familiares, convencida de que no merecía el trato de sus progenitores. Quería castigar a la mujer extraña para devolver lo de antes. Pero lo de antes nunca vuelve. La venganza, como ácido, corroe gota a gota todo a su alrededor. Ahora solo le queda lamentar que, en el furor, creyó que la justicia tendría algún vínculo con la crueldad.







