La risa se detuvo cuando el cirujano habló en la sala de espera.

Aquella jornada común en el hospital de Madrid transcurría como cualquier otra. En la sala de espera, los pacientes aguardaban absortos: algunos hojeaban revistas, otros conversaban en susurros, otros contemplaban el suelo contando minutos. Enfermeras pasaban raudas, médicos llamaban a consulta, la rutina seguía su curso.

De pronto, un silencio inusitado cayó sobre la estancia. La puerta se abrió y apareció una anciana. Vestía un gabán ajado por el tiempo y apretaba contra su pecho una cartera de cuero desgastada. Su mirada serena delataba cansancio.

Comentarios susurrados surgieron entre los presentes:
—¿Sabrá dónde está?
—Quizá la memoria le falla…
—¿Tendrá para pagar la consulta?

Ella avanzó sin inmutarse hacia un rincón, ajena a las miradas. No parecía perdida, sí extraña en aquel mundo aséptico de medicina moderna.

Diez minutos después, las puertas quirúrgicas se abrieron de par en par. Apareció el cirujano más reputado de la ciudad, el doctor Javier Martínez, cuyo nombre brillaba en la placa de honor a la entrada. Alto, solemne, con su bata verde quirúrgica, caminó directo hacia la anciana:
—Perdone la espera —dijo con deferencia, tocando su hombro—. Necesito su consejo con urgencia. Estoy desorientado.

La sala contuvo el aliento. Los murmurios cesaron. Nadie comprendía por qué el médico que los periódicos elogiaban mostraba tal reverencia ante aquella mujer.

Una recepcionista rompió el silencio:
—Espere… ¡Es la doctora Carmen García! La catedrática que dirigió este servicio de cirugía hace veinte años…

Entonces todo cobró sentido.

Carmen no era una anciana cualquiera. Era leyenda viva. Quien salvó vidas cuando no existían robots ni tecnologías modernas. Y aquel cirujano reconocido, Javier Martínez, había sido su discípulo. La convocaba porque enfrentaba un caso complejo, seguro solo de su sabiduría.

Ella alzó la mirada y respondió suavemente:
—Vamos, entonces. Lo examinaremos juntos.

Y quienes minutos antes susurraban con desdén, bajaron los ojos avergonzados.

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La risa se detuvo cuando el cirujano habló en la sala de espera.