En la clínica, la luz fluorescente zumbaba como abejas adormecidas. Entre el murmullo de exvotos de cera y el eco de zapatos sobre baldosas frías, los rostros reflejaban la cotidiana espera: mirando móviles, susurrando penas o contando las teselas del suelo. Las enfermeras desfilaban con su rosario de prisas, los galenos llamaban pacientes con voz impersonal. La rutina, monótona y previsible.
De repente, un silencio inesperado se apoderó del lugar. La puerta se abrió, lenta, y entró una anciana. Su abrigo, ajado como pergamino viejo, colgaba sobre sus hombros; una bolera de piel agrietada reposaba en sus manos, apretada con una calma inquebrantable. Su mirada, serena pero profundamente fatigada, navegaba el espacio.
Los presentes cruzaron miradas fugaces. Brotaron cuchicheos desde las esquinas más jóvenes:
—¿Esta sabe si esto es un sanatorio o una sacristía?
—Quizás los recuerdos se le escapan como pájaros.
—¿Llevará siquiera euros para la consulta?
La mujer avanzó hacia el rincón más umbrío y se sentó en una silla de rejilla, ajena a todo, como una sombra arrancada de otro tiempo entre la asepsia médica.
Pasaron minutos que se arrastraron. De repente, la puerta de quirófano se abrió de par en par. Apareció el doctor Mariano Valladolid, renombrado cirujano, cuya efigie presidía la galería de honor del vestíbulo. Alto, con la bata verde aún manchada de batalla, su presencia electrizó la antesala. Sin mediar palabra, se dirigió a la anciana.
—Perdone la tardanza, maestra —dijo, acompañando las palabras con una leve inclinación, tocando su hombro con un respeto casi religioso—. Necesito su luz. Estoy en la niebla.
El aire se solidificó. Los murmuradores enmudecieron. ¿Cómo era posible? El cirujano idolatrado, asediado por cámaras, ahora reverenciaba a aquella figura frágil.
La voz tintineante de una administrativa rasgó el hielo:
—Santo Dios… ¿Pero si es la profesora Candelaria Segovia? La que dirigió Cirugía aquí… debe ser hace veinte años…
El rompecabezas encajó con un clic audible.
Aquella mujer no era una doctora retirada cualquiera. Era un mito. La cirujana que salva vidas cuando los quirófanos olían a formol y no a chips electrónicos, cuando las manos humanas eran el único robot fiable.
Y aquel doctor célebre, que postraba su prestigio ante ella, había sido su discípulo. La llamó por un caso que lo desbordaba, un nudo en el cuerpo donde solo ella, con su ojo curtido en mil batallas donde la tecnología callaba, podría ver el hilo invisible que desatara el mal.
La anciana alzó sus ojos, lagunas de sabiduría antigua.
—Pues vámonos, Mariano. Veamos esa sombra que te asusta.
Y uno a uno, los que antes husmeaban y juzgaban en voz baja, bajaron sus miradas al suelo de baldosas frías, como buscando una grieta por donde escapar de su propia pequeñez.