La risa de ella mientras yo lloraba

—¡Pero deja de lloriquear como una niña! —Carmen se volvió bruscamente de los fogones, agitando el cucharón—. ¿Qué teatro es este?

Víctor estaba sentado a la mesa de la cocina, con la cara hundida entre las manos. Los hombros le temblaban y entre los dedos le resbalaban hilos de lágrimas.

—Carmen, ¿cómo no lo entiendes? Era mi madre —masculló, con la voz quebrada.

—¡Madre, madre! —lo remedó ella, dejando la cazuela sobre la mesa con un golpe—. Llegó a los ochenta y cuatro años, ¿qué más quieres? Hay quien no pasa de los sesenta.

Víctor alzó hacia ella los ojos enrojecidos.

—¿Cómo puedes hablar así? Te quería como a una hija.

—Sí, claro —bufó Carmen—. Sobre todo cuando me decía cómo cocinar y cómo criar a los niños. Treinta años aguantando sus lecciones.

Se sentó frente a él y empezó a servirse un plato de cocido. Tenía buen apetito, a pesar de que acababan de volver del entierro de su suegra hacía apenas unas horas.

—Deja de torturarte —dijo, mientras partía un trozo de pan—. A los muertos no se les revive. Mejor piensa qué haremos con su piso. Hay que venderlo antes de que bajen los precios.

Víctor se levantó de golpe, tirando la silla.

—¡Estás loca! ¿Pensando en el piso cuando mi madre aún está fresca en la tierra!

—¿Y cuándo quieres que lo piense? —Carmen siguió comiendo, imperturbable—. ¿Dentro de un año? ¿Cinco? El piso está vacío, con gastos corriendo. Hay que ser práctico, Víctor.

Se llevó las manos a la cabeza. Estos últimos días sentía que estaba atrapado en una pesadilla. Su madre había estado agonizando tres meses, con una enfermedad dura. Él iba cada día al hospital, se sentaba a su lado, le agarraba la mano. Carmen no fue ni una sola vez, siempre con excusas.

—Me duele la cabeza.

—Estoy un poco resfriada, no quiero contagiarla.

—El trabajo me ahoga, no tengo ni un minuto.

Y ahora, cuando todo había terminado, solo pensaba en el dinero.

—Voy a mi cuarto —dijo Víctor, dirigiéndose a la puerta.

—¿Qué cuarto ni qué cuarto? —preguntó ella, sorprendida—. Come, que se enfría.

—No puedo.

—Pues es una pena. El cuerpo necesita recuperar fuerzas.

Salió al balcón y cerró la puerta tras él. El viento frío de octubre le azotó la cara de inmediato. Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo, al patio donde unos niños jugaban. La vida seguía igual, mientras que él se sentía destrozado por dentro.

Su madre se había ido, y con ella el último hilo que lo unía a su infancia, a su hogar, a los días en que alguien lo necesitaba de verdad. Carmen nunca comprendió ese vínculo. Para ella, la suegra había sido una carga, un problema, un estorbo.

La puerta del balcón chirrió.

—Víctor, entra, que vas a coger frío —Carmen salió con una taza de café—. Toma, bebe algo caliente.

La cogió con las manos temblorosas.

—Carmen, dime la verdad, ¿la quisiste aunque fuera un poco?

Ella se encogió de hombros.

—Querer, no querer… ¿Qué más da ahora? Hemos vivido todos estos años como hemos podido.

—Como hemos podido —repitió él—. Sí, solo eso.

Carmen lo miró con atención. En sus ojos asomó algo parecido a la preocupación.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta cómo vivimos?

—No lo sé —respondió, sinceramente—. Ahora mismo no sé nada.

Se quedaron callados en el balcón. Carmen se arrebujó en la bata mientras él sorbía el café hirviendo.

—Oye, ¿te acuerdas de cuando mi madre te enseñó a hacer tortilla? —preguntó él de repente.

—Sí. Me volvió loca con sus consejos. Que si muy líquida, que si muy seca, que si la sartén no era la adecuada…

—¿Y cuando Álvaro dijo «abuela» por primera vez?

—Pues claro. A todas las abuelas les encanta eso.

Dejó la taza vacía sobre la barandilla.

—¿Y cuando estuvo en el hospital el año pasado con neumonía? ¿Recuerdas que le llevabas comida todos los días?

Carmen guardó silencio. No lo recordaba, porque no había ocurrido. Era él quien iba, mientras ella se quejaba por teléfono con sus amigas de que su marido no tenía tiempo para la familia.

—Vamos dentro —dijo—. Hace frío.

Por la noche llegaron su hijo Álvaro y su nuera Lucía. Los jóvenes parecían perdidos, algo asustados. La muerte era algo con lo que su generación casi no se topaba.

—Papá, ¿qué tal estás? —Álvaro abrazó a su padre.

—Regular, hijo.

—Echo de menos a la abuela. Era muy buena.

—Sí —asintió Víctor, y sintió el nudo en la garganta otra vez.

Lucía se movía incómoda.

—Víctor, lo siento mucho. Era una mujer increíble.

—Gracias, hija.

Carmen salió de la cocina con una bandeja.

—Sentaos, vamos a tomar algo. He comprado pastel de almendras.

—Mamá, ¿no es un poco pronto? —dijo Álvaro, con cuidado.

—¿Y cuándo va a ser el momento? —Carmen frunció el ceño—. La vida sigue. No podemos pasarnos el día llorando.

Cortó el pastel en trozos y los repartió. Sus movimientos eran rápidos, seguros, como si solo fuera una tarde normal en familia.

—Oye, he pensado… —le dijo a su nuera—. ¿Por qué no os quedáis con el piso de la abuela? Ahora estáis de alquiler, y así tendríais algo vuestro.

Álvaro y Lucía se miraron.

—Mamá, es muy pronto para hablar de esto —contestó el chico.

—¿Por qué? Es un buen piso, en el centro, cerca del metro. Os iría genial.

Víctor se levantó de un salto.

—¡Carmen, basta! —gritó—. ¡Hoy hemos enterrado a mi madre, y ya estás repartiendo su piso!

—Víctor, no me grites delante de los niños —respondió ella, tranquila—. Solo intento resolver cuestiones prácticas.

—¡Prácticas! —agitó las manos—. ¡Solo piensas en lo práctico!

Ella apretó los labios.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Ponerme a llorar? ¿De qué serviría?

—¡Serviría! —Víctor sintió que hervía por dentro—. ¡Para honrar su vida, para recordarla como se merece!

—Ya lo hemos hecho. En el cementerio y aquí. ¿Qué más quieres?

Álvaro se levantó y le puso una mano en el hombro.

—Papá, tranquilízate. Sé que es duro.

—¡No sabes nada! —Víctor se soltó—. ¡Ninguno de vosotros lo entiende!

Salió corriendo y cerró la puerta de un portazo. Se detuvo en el pasillo, apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos. El corazón le latía desbocado.

Desde la cocina llegaban voces apagadas.

—¿Qué le pasa a papá? —preguntaba Álvaro.

—Está muy afectado —contestaba Carmen—. Siempre fue un niño de mamá.

Su tono era burlón. Incluso ahora, incluso hoy.

Víctor fue al dormitorVíctor se tendió en la cama, miró el techo y supo que, aunque todo siguiera igual, algo dentro de él había cambiado para siempre.

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La risa de ella mientras yo lloraba