La revelación tardía de un malentendido en un momento crítico

Nicolás tardó en darse cuenta de que estaba subido en un taburete con una soga en las manos, y que sus intenciones podían malinterpretarse.

Sentado en la cama, en calzoncillos, con los pies colgando al borde, creyó escuchar de nuevo la voz de su madre.

—Nicolás, hijo… Nicolás…

Casi todas las noches despertaba así. Sabía que era imposible, porque hacía tres semanas que ella había muerto. Aun así, se incorporaba, aguzaba el oído y esperaba.

Los últimos seis meses, su madre no se levantaba. Nicolás trabajaba desde casa para cuidarla. Intentó contratar a una cuidadora, pero a los tres días, la mujer desapareció llevándose el dinero y las joyas de oro de su madre. No volvió a arriesgarse.

Mientras trabajaba frente al ordenador, estaba atento a cualquier llamada de su madre. Se agotaba tanto que a veces se dormía con la frente contra la pantalla. Aquella noche, la escuchó gritar su nombre, corrió a su habitación, pero ya no respiraba. Lloró y le pidió perdón, porque, junto al dolor, sintió alivio. Había terminado su sufrimiento. Ahora era libre.

Pero llevaba tres semanas solo y no sentía alegría, solo vacío.

Su madre había sido alegre y llena de vida. Tarareaba canciones mientras planchaba o limpiaba. Nicolás nunca imaginó que acabaría muriendo lentamente, consumida por la enfermedad.

Ya no tenía sueño. Miró el reloj: las seis y media. Afuera, la bruma gris del otoño madrileño se filtraba por la ventana, apagando los colores de la habitación. Silencio, soledad, penumbra.

Se sentía gris, como si tampoco él estuviera vivo. Se vistió y se acercó a la puerta de su madre. Solo había entrado una vez desde su muerte, para elegirle un vestido. Abrió de golpe y el olor a medicinas, orina y cuerpo enfermo lo golpeó. Evitando mirar la cama deshecha, abrió la ventana de par en par.

El aire fresco de la mañana entró con el bullicio de la ciudad despertando. La habitación cobró vida, los colores se intensificaron. Nicolás sintió energía. Arrancó las sábanas de la cama, sin querer respirar el polvo invisible, y las tiró al suelo junto al batín de su madre, que seguía colgado en la silla como si ella fuera a ponérselo. Amontonó todo y lo metió en la lavadora.

Volvió con un cubo de basura y barrió los frascos de pastillas del taburete junto a la cama. Tiró también el vaso con el que le daba agua a su madre.

Extendió un cubrecama, limpió el polvo y fregó el suelo. La habitación no revivió, pero respirar en ella era más fácil. Animado, limpió todo el piso.

Mientras el hervidor silbaba en la cocina, se asomó a la ventana. El sol, contagiado de su energía, rompió entre las nubes. A lo lejos, un trozo de cielo azul dejaba pasar la luz. Su ánimo mejoró.

La nevera estaba vacía. No recordaba qué había comido en días, o si había comido. Su madre solo toleraba purés. Él comía lo mismo por pereza. Después, sobrevivió con las sobras del velorio. Ahora solo había un tarro de pepinillos a medio terminar, con moho flotando en el vinagre, y una botella de leche agria. Lo tiró todo.

Se conformó con un café fuerte, pero le revolvió el estómago. Se puso la chaqueta, guardó la tarjeta y salió a tirar la basura. De vuelta, entró en el supermercado y compró pan, leche, pasta, medio paquete de chorizo, manzanas… Quiso llevarse más, pero se contuvo.

En casa, puso la pasta a cocer y devoró dos bocadillos de chorizo. Oyó que la lavadora terminó.

No tenía dónde tender la ropa. Sin balcón ni tendedero, Nicolás se rascó la cabeza. Solo se le ocurrió colgar una cuerda en la habitación. El recibidor y la cocina eran demasiado pequeños. ¿Y qué? Nadie lo visitaría. Buscó un rollo de cuerda en el cajón de los trastos, donde su madre guardaba cosas “por si acaso”.

De pronto, recordó a Natalia. Habían salido dos años. Su madre aprobaba la boda, pero Nicolás no tenía prisa. La quería, pero la presencia constante de Natalia lo agobiaba. Ella hablaba de casarse, de su futuro juntos. Quizás eso lo irritaba: su obsesión por planearlo todo.

Su madre le advirtió: “Si no te casas ahora, no lo harás nunca”. Pero entonces ella enfermó, y Natalia pospuso la boda. ¿A quién le apetecía cuidar a una suegra enferma?

Al principio, Natalia ayudaba. Luego dejó de venir, luego de llamar. Nicolás ni siquiera tuvo tiempo de extrañarla. Cuando su madre murió, la llamó para el funeral. Natalia le dio el pésame por teléfono, pero no fue. No la echó de menos.

Nicolás ató un extremo de la cuerda a la tubería junto a la ventana. Clavó un clavo en el marco de la puerta. Menos mal que no habían cambiado las viejas puertas de madera por esas modernas de aglomerado. Subido al taburete, empezó a atar la cuerda.

“¿Aguantará mi peso?”, pensó, bajando los brazos. “Vaya ideas que se me ocurren”.

En el rellano, sonaron tacones. La nueva vecina, una chica joven. Los anteriores inquilinos, un matrimonio mayor, alquilaban el piso desde que se mudaron al pueblo. Nicolás había visto a la chica una vez.

Por las mañanas, oía cómo salía; por las noches, cómo volvía. Nadie la visitaba. No olía a estudiante ni a recién llegada. Pero ahora sus tacones se detuvieron frente a su puerta. Nicolás, aún en el taburete, escuchó.

La puerta se abrió y una chica delgada y bonita asomó la cabeza. Sus ojos se abrieron, asustados al verlo con la soga.

—Tenía la puerta abierta —dijo ella—. Disculpe si lo interrumpo… ¿Podría ayudarme?

Nicolás bajó del taburete. Ella retrocedió. No era para menos: llevaba días sin afeitarse, el pelo revuelto, ojeras, mejillas hundidas. Los pantalones deportivos, desgastados; la camiseta, con un agujero y una mancha.

—¿Qué pasa? —preguntó él, hosco.

—Creo que perdí las llaves —contestó ella, rebuscando en el bolso.

Nicolás la miró con escepticismo. ¿Cómo había abierto la puerta del rellano sin llave? O quizás él no la cerró bien.

—No están —suspiró la chica, alzando sus ojos claros—. ¿Cómo voy a entrar ahora?

—Llame al mantenimiento —sugirió Nicolás.

—Pero es domingo.

¿Domingo? Había perdido la noción del tiempo.

—Bueno, intentaré abrirla.

Rebuscó en el cajón, sacó herramientas y forcejeó con la cerradura. Notaba su mirada clavada en su espalda. Se volvió.

—¿Va a seguir ahí? Espere en mi piso. Queda café.

La chica dudó, pero finalmente entró. Tras una hora de lucha, Nicolás abrió la puerta. Sudoroso y cansado, le anunció que podía entrar. Ella le dio las gracias con frialdad, pero no se movió.

—¿Puedo fumar aquí? —preguntó.

—Fume —dijo él, abriendo más la ventana.

Ella sacó un paquete de tabaco.Al día siguiente, Nicolás despertó con el aroma a café y tostadas, y supo que, por primera vez en mucho tiempo, tenía algo por lo que valía la pena levantarse.

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