La Recompensa

**El Desenlace**

—Lucía, vives una vida tan intensa que hasta podrían hacer una película sobre ti —decía Almudena a su amiga y compañera de trabajo, mientras la otra reía con picardía.

—Sí, mi vida hierve como una olla a presión, aunque no sé qué final tendrá esta película… Pero algo se me ocurrirá. Ya tengo veintiocho años, es hora de casarme. Así que trabajaré duro para conseguirlo.

—Ay, Lucía, no me hagas reír. Creo que en realidad no quieres casarte, estás bien así, sin responsabilidades y sin atarte a un solo hombre —continuó Almudena.

—¿Quién te dijo que sería solo uno? Tú vives así con tu Sergio, pero yo lo haré a mi manera.

—¡Qué cosas dices! —se indignó su amiga—. ¿Acaso se puede estar casada y soñar con otros hombres? Yo jamás lo aceptaría.

—Eso eres tú, y esta soy yo —respondió Lucía con una sonrisa cautivadora.

Era una belleza innegable, esbelta, con una figura envidiable y una mirada que encendía pasiones. Los hombres se volvían a mirarla al pasar. Lucía era de esas mujeres que nunca dejaban escapar lo suyo, y vivía bajo el lema: *”Si te lo dan, tómalo; si te pegan, devuélvelo”*. En todo lo que emprendía, destacaba sin esfuerzo. Había llegado a la oficina después que Almudena, pero ya la superaba en la escalera corporativa, dejando a su amiga bajo su mando.

Había muchos hombres en la oficina. A todos les gustaba Lucía, incluso a los casados, pero ella tenía claro su objetivo:

—Mi meta es casarme, así que los casados no cuentan… aunque alguno está para comérselo. Tengo tres candidatos en mente. ¿A cuál elijo?

Le pidió consejo a Almudena, pero esta optó por el camino prudente:

—Lucía, no te ofendas, pero en esto no puedo aconsejarte. Decídete tú misma. Si algo sale mal, no quiero que me culpes.

Lucía no iba a dejar su futuro al azar. Analizó con frialdad a sus pretendientes y concluyó que Javier era el más fiable: guapo, habilidoso, con un buen sueldo y, sobre todo, siempre pendiente de ella.

Javier notó el cambio de actitud de Lucía de inmediato. Ya sospechaba su interés, pero aún tenía competencia: Adrián y Rubén también la cortejaban, y ella coqueteaba con ellos, lo que lo enfurecía.

—Al final ha entendido que soy su mejor opción —pensó Javier, satisfecho—. No puedo dejar escapar el momento, debo pedirle matrimonio pronto.

Y así fue. En una de sus citas, Javier le entregó un ramo enorme y una pequeña cajita con un anillo.

—Lucía, cásate conmigo. Lo he pensado mucho y sé que serás una esposa maravillosa. Además, quiero despertar a tu lado cada mañana.

—Acepto, Javier. Aunque no esperaba que fueras tan rápido. Pero nos conocemos bien, y sí, quiero casarme contigo.

Al principio vivieron en el pequeño piso de Lucía, pero un día Javier propuso:

—Vendamos este piso y construyamos una casa grande. Si hace falta, pedimos un préstamo. Con nuestros sueldos, podremos hacerlo poco a poco.

—Pero… ¿dónde viviremos mientras tanto? ¿Alquilaremos? —preguntó Lucía.

—No hace falta. Mi padre vive solo desde que mi madre falleció hace tres años. Tiene un piso amplio, hay sitio para todos. Estoy seguro de que no se opondrá. ¿Qué dices? —Lucía asintió.

Pronto comenzaron las obras en el terreno comprado, y el piso se vendió rápido. Se mudaron con el padre de Javier, Gerardo, un hombre de cincuenta y tres años que aún conservaba un aire distinguido. Ni viejo ni anciano, más bien un *”hombre en su mejor momento”*, como decía Lucía.

—Tu padre parece uno de esos actores que salen en los anuncios de telefonía —bromeó ella la primera vez que lo vio. Javier se rio, pero no pudo negarlo.

Gerardo era alto, musculoso, iba al gimnasio dos veces por semana, lucía una barba cuidada y tenía una voz profunda que atraía a las mujeres. Aunque nunca pensó en volver a casarse.

Al principio, Gerardo estaba encantado con la compañía. Pero con el tiempo, Javier pasaba cada vez más horas en la construcción de la casa, dejando a Lucía sola con su suegro.

Hasta que un día, Lucía notó algo extraño: Gerardo la miraba de un modo distinto. Al principio lo ignoró, pero los gestos se volvieron más evidentes: un roce casual, un cumplido, una sonrisa cómplice.

—Vaya —pensó Lucía—, mi suegro no me quita los ojos de encima. Y la verdad… es un hombre muy atractivo. ¿Por qué no sacar algo de esto?

Cuando Gerardo la rodeó con un brazo, ella no se resistió. Y sin saber cómo, terminaron enredados en algo que ninguno de los dos cuestionó. No hubo remordimientos, como si fuera lo más natural del mundo. Javier apenas estaba en casa, agotado por la obra, y Lucía ansiaba compañía masculina.

Así continuó hasta que, un día, Lucía descubrió que estaba embarazada. Se lo confesó a Gerardo:

—No tengo dudas de que es tuyo. Ya sabes cómo son estas cosas… —sonrió con picardía.

—¡Estoy feliz, Lucía! —exclamó él.

En cambio, Javier no reaccionó con la misma alegría. Un hijo no entraba en sus planes; primero quería terminar la casa. Aun así, fingió una sonrisa.

—No te preocupes, Javier —dijo Gerardo, dándole una palmada en el hombro—. Yo te ayudaré con el niño. Al fin y al cabo, ¿qué mejor que cuidar de mi nieto?

Javier no tuvo más remedio que aceptar.

El embarazo fue difícil, pero Lucía lo soportó. El niño era deseado, y a sus treinta años, sentía que el tiempo apremiaba. Gerardo la acompañaba a todas las citas médicas, mientras Javier seguía inmerso en la construcción.

Nació un niño, al que llamaron Daniel. Lucía y Gerardo estaban radiantes. Javier también pareció alegrarse, aunque su prioridad seguía siendo la casa, que ya estaba casi terminada.

Gerardo adoraba a Daniel. A su edad, valoraba cada momento, algo que no había hecho cuando Javier era pequeño. Pero la felicidad duró poco.

Un día, Javier anunció:

—Lucía, nos mudamos mañana. Ve haciendo las maletas.

—¿Y yo? —preguntó Gerardo—. Daniel me necesita, está acostumbrado a mí.

—Quédate aquí. Ya nos visitarás —respondió Javier con frialdad—. Ya te hemos tenido demasiado tiempo invadido.

A Gerardo no le gustó, pero no tuvo opción. Sin embargo, pasaba más tiempo en su casa que en la suya.

Hasta que llegó el momento de inscribir a Daniel en la guardería. Durante los exámenes médicos, descubrieron que el niño padecía una grave enfermedad. El médico recomendó una prueba genética para descartar lo peor.

Lucía y Gerardo se miraron, sabiendo la verdad.

—Por la salud de mi hijo, lo confesaré todo —decidió Lucía.

Mientras esperaban los resultados, Lucía estaba nerviosa. Javier, creyendo que era por el niño, decidió recoger él mismo el informe.

Lo que leyó lo destrozó.

—¿Daniel no es mi hijo? ¿Es un error? ¿O es verdad?

El escándalo fue monumental. Lucía admitió que Daniel era hijo de Gerardo.

—¡No puede ser! —gritó Javier—. ¿Estás involucrando a mi padre? ¡Di la verdad!

Pero Gerardo intervino:

—Hijo, es cierto. Tú estabas siempre ocupado… y una mujer necesita atención. No sé cómo pas

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