Marta, de verdad, ¿vas a salir con ese vestido tan gastado? Pilar observaba el sencillo lino como si fuera una reliquia sin valor en las vitrinas de El Prado. ¿Así te presentas ante tu marido?
Martina se ajustó distraídamente el bajo. El vestido estaba suave, cómodo, tras incontables lavados.
Me gusta…
Claro que te gusta interrumpió Carmen, sin apartar la vista del móvil. Te gusta quedarte en casa, cocinar cocidos, tejer manteles. ¿No te das cuenta de que la juventud no dura para siempre? Hay que vivir, no sólo existir.
Pilar asentía con energía, haciendo tintinear sus enormes aros dorados, que atraían la atención a cada movimiento.
Nosotras estuvimos ayer en el nuevo restaurante de la calle Serrano. ¡Una maravilla! ¿Y tú? Seguro que otra vez freíste patatas.
Martina había freído patatas. Con setas, como le gustaban a Alejandro. Llegó agotado del trabajo, comió dos platos y se quedó dormido apoyado en su hombro, frente a la televisión. Eso, por supuesto, no se lo contó a sus amigas. ¿Para qué? No lo entenderían.
Hace años, las tres amigas se casaron casi al mismo tiempo. Martina lo recuerda claramente: su ceremonia discreta en el registro civil, la boda fastuosa de Pilar con orquesta y fuegos artificiales, y después la celebración de Carmen donde cada invitado recibió una figurita artesanal con su nombre. Ya entonces, Martina veía cómo sus amigas se miraban al contarles que planeaba pasar la luna de miel en el pueblo de los padres de Alejandro. Pilar bufó en su copa de cava, y Carmen levantó los ojos con tal expresividad que resultaba imposible ignorarlo.
Desde entonces, las bromas solapadas se convirtieron en el fondo constante de cada encuentro. Martina aprendió a no darles importancia, aunque sentía un nudo incómodo bajo las costillas.
Pilar era de esas mujeres que, al entrar a una sala, consiguen que todos se fijen en ellas. Risas fuertes, gestos amplios, historias interminables de quién dijo qué o miró a quién. Su piso en Madrid, junto a Arturo, se convirtió en un desfile continuo: amigos, compañeros de trabajo, conocidos del barrio; todos iban y venían, dejando copas sucias y manchas de tinto en la alfombra clara.
El sábado vamos a ser como quince en casa anunciaba Pilar por teléfono ¡Ven! Arturo hará la carne.
Martina, como siempre, rechazaba la invitación con cortesía. Alejandro, tras una semana de trabajo, prefería la tranquilidad a un gentío desconocido en la cocina.
Pues sigue en tu ratonera soltó Pilar, con un deje de pena en la voz.
Al principio Arturo apoyaba la vida social de su esposa. Ayudaba a poner la mesa, bromeaba, recogía tras la fiesta. Martina lo veía en aquellas ocasiones en que sí acudía: ojos cansados, sonrisa forzada, gestos mecánicos. Servía vino, reía en los momentos adecuados, pero su mirada cada vez se perdía más lejos.
¿Por qué tienes esa cara, Arturito? Pilar le pellizcaba la mejilla delante de todos ¡Sonríe! La gente va a pensar que no te cuido.
Arturo sonreía. Los invitados se reían. Martina pensaba cuánto dura una máscara antes de que se te quede pegada al rostro. O antes de querer arrancarla de una vez.
Diez años después, la máscara se rompió. Arturo se marchó con una colega una mujer discreta y tranquila de contabilidad, de quien decían que le traía empanadillas caseras al trabajo y nunca le levantaba la voz. Pilar se enteró la última, aunque el edificio entero lo comentaba hacía semanas.
Me ha dejado sollozaba Pilar por teléfono, y Martina escuchaba algún objeto romperse al fondo. ¡Desagradecido! ¡Le di mis mejores años! ¡Y se fue!
Martina escuchó en silencio. ¿Qué decir? ¿Que Arturo había dormido diez años entre la risa ajena y despertado en conversaciones ajenas? ¿Que un hogar no es una fiesta perpetua?
Tras el divorcio descubrió que el piso estaba con hipoteca y los créditos ascendían a una fortuna. Pilar tuvo que enfrentarse sola a ese desbarajuste, y su risa altisonante se fue apagando poco a poco.
Mientras tanto, Carmen edificaba un imperio de vida perfecta. En sus redes sociales abundaban las fotos: restaurantes, boutiques, veraneos en la Costa del Sol. Imágenes impecables, maquillaje perfecto, acompañadas de frases sobre «felicidad» y «agradecimiento a la vida». Sergio siempre al fondo, burda silueta garante de todo el fasto.
Mira Carmen acercaba el móvil a la cara de Martina El marido de Laura le regaló un collar de Tous. ¿Y el mío? Traerá otra tontería cualquiera.
Quizá le haga ilusión escogerlo él mismo.
Carmen la miró de forma extraña.
No, no. Le mando la lista y que elija de ahí.
Martina calló. Alejandro le había traído el día anterior un libro que ella quería leer. Lo buscó en una pequeña librería junto al metro, lo envolvió cuidadosamente en papel marrón. Martina no lo comentó; Carmen se reiría de semejante miseria.
Sergio mantuvo el ritmo cinco años. Trabajaba horas extra, hacía encargos aparte, se esforzaba por llegar a ese listón que Carmen elevaba cada vez más. Hasta que conoció a una dependienta de la librería divorciada, con un hijo, sin manicura ni bolsos de marca. Ella lo miraba como si ya fuera suficiente. Sin exigencias.
El divorcio fue rápido y agrio. Carmen pidió todo y recibió la mitad lo que marca la ley. Para entonces, el presupuesto estaba agotado: spa, tratamientos de estética, compras continuas. No quedaba nada ahorrado.
¿De qué voy a vivir? sollozaba Carmen en una cafetería, mientras las lágrimas se mezclaban con el café. ¿Con qué?
Martina tomaba tranquilamente su café. Nadie, en todos esos años, le había preguntado cómo estaba. Ni por Alejandro, por su salud, por su vida. Las preguntas giraban siempre en torno a Carmen.
Las dos amigas terminaron igual: sin marido, sin dinero, sin el estilo de vida prefijado. Pilar se buscó un segundo empleo para pagar deudas. Carmen se mudó a un piso más pequeño y dejó de publicar fotos.
Martina siguió viviendo como siempre. Preparaba cenas para Alejandro, se interesaba por su trabajo, escuchaba sus problemas con proveedores. No pedía regalos, no exigía escenas, no lo comparaba con otros. Simplemente estaba a su lado. Firme, como un muro. Cálida, como la luz de la cocina.
Alejandro lo valoraba. Un día llegó a casa con una carpeta de documentos y la dejó sobre la mesa.
¿Qué es esto?
La mitad del negocio. Ahora es tuya.
Martina miró largo rato los papeles, sin atreverse a tocarlos.
¿Por qué?
Porque te lo has ganado. Porque quiero que estés protegida. Porque sin ti, esto no existía.
Al año siguiente, compró un piso nuevo: luminoso, amplio, con ventanales y lo puso a su nombre. Martina lloró apoyada en su hombro, y Alejandro le repetía que ella era su tesoro. Su refugio.
Las antiguas amigas empezaron a visitar a Martina. Al principio de vez en cuando, luego con más frecuencia. Se sentaban en el sofá nuevo, acariciaban los cojines de seda, observaban los cuadros del salón. Martina veía sus caras: asombro, desconcierto, envidia mal disimulada.
¿De dónde ha salido todo esto? preguntaba Pilar, recorriendo la estancia con la mirada.
Alejandro me lo ha regalado.
¿Sin más?
Sin más.
Las amigas se miraron y Martina sirvió más café, guardando silencio.
Una tarde, Pilar perdió la compostura. Dejó la taza tan brusco que el café saltó al platillo y soltó:
Explícamelo. ¿Por qué? ¿Por qué nosotras lo hemos perdido todo y tú, la ratita gris, sigues siendo tan feliz?
El silencio llenó la habitación. Carmen fingía no escuchar, mirando por la ventana, pero sus dedos jugaban nerviosos con un anillo barato, lejos del diamante de antes.
Martina podría haber contestado. Hablar de paciencia, del valor de los pequeños gestos. De que un matrimonio feliz no es un espectáculo, sino trabajo diario. De amar escuchando, cuidando, dando en lugar de exigir.
¿Para qué? Veinte años viéndola como si fuera parte del mobiliario. Veinte años aconsejando «vive a lo grande» y «no seas tan aburrida». Nunca escucharon nada que no fuese su propia voz.
Supongo que tuve suerte dijo Martina, sonriendo.
Tras aquel día, las amigas fueron espaciando las visitas, hasta que dejaron de ir. La envidia pudo más que los recuerdos, que la amistad o el sentido común. Era más sencillo alejarse que admitir que se habían equivocado.
Martina no sufrió. Sorprendentemente, el hueco que dejaron se llenó de una claridad tranquila. Como quien se quita por fin unos zapatos demasiado ajustados y vuelve a respirar.
Pasaron diez años más. Martina cumplió cincuenta y cuatro y la vida era buena. Hijos mayores, un nieto, Alejandro que aún le traía libros envueltos en papel marrón. Por una amiga supo que Pilar no volvió a casarse, trabaja en dos sitios y se queja siempre de salud. Carmen cambió de pareja tres veces, repitiendo el mismo patrón: exigencias, reproches, resentimientos.
Martina escuchaba aquellas historias sin malicia. Pensaba que, quizá, las ratitas grises son las que encuentran la felicidad verdadera. Silenciosa por fuera, pero invaluable por dentro.
Cerró el móvil y se fue a preparar la cena. Alejandro prometió llegar pronto y le pidió, como siempre, patatas fritas con setas.
La vida sencilla, vivida desde el corazón, es a menudo la que reserva los tesoros más grandes.







