La racha oscura

**La Raya Negra**

Como todas las chicas de su edad, Esperanza soñaba con planes: terminar el instituto, estudiar medicina, encontrar un amor grande y eterno. ¿Quién no sueña con eso a los diecisiete años? Pero no a todas les toca cumplir sus sueños. ¿De qué depende? Si al menos lo supiera.

Su madre, Olga, la crió sola. Como Esperanza, ella también soñó con su príncipe azul. Se enamoró de un hombre guapo y creyó haber encontrado la felicidad. Pero él era jugador. Rara vez ganaba, y cuando lo hacía, el poco dinero solo avivaba su vicio. Perdía grandes sumas, pedía créditos, acumulaba deudas.

Para saldar una deuda, se involucró con la mafia. En el primer encargo, lo atraparon y fue a prisión, donde murió en circunstancias extrañas. Un día, dos hombres rapados llamaron a la puerta de Olga y le advirtieron que la deuda de su marido caía ahora sobre ella. No tuvo opción. Perdió su piso con todo lo que tenía y huyó con su hija de dos años, sin rumbo. Quizá los criminales vieron que no podían sacarle más, o tal vez el piso cubrió buena parte de la deuda, pero no la buscaron más.

Olga y Esperanza se instalaron en un pueblo cerca de Granada. El sur cálido y próspero les daría una vida mejor. Alquiló una habitación en la casa de un hombre mayor, un andaluz llamado Antonio. No le cobró alquiler, solo le pidió ayuda con las tareas domésticas y el huerto. Su esposa había muerto años atrás, y sus hijos vivían lejos con sus familias.

Olga aceptó. Limpiaba, cocinaba, cosechaba… En una casa con terreno, el trabajo no faltaba. Antonio vendía los frutos de su huerto en el mercado y así vivían. En los días de mejor venta, le daba dinero a Olga para ropa o incluso les compraba regalos. Ella sabía lo que se avecinaba. Cuando él le pidió matrimonio, no se sorprendió. Antonio era bajo, calvo, con barriga y mucho mayor que ella. No le gustaba, pero ¿qué alternativa tenía? No tenía nada ni adónde ir.

Le prometió que, tras su muerte, la casa y el huerto serían suyos. Aceptó. Los años con él fueron largos y grises, pero no había elección.

Cuando Antonio murió, Olga respiró aliviada. Por fin era libre y dueña de su hogar. ¿Qué más podía desear?

Esperanza creció siendo una verdadera belleza: piel morena, ojos grises, labios carnosos, pelo oscuro y rizado, figura esbelta. No solo los chicos, sino los hombres volvían la cabeza al verla. ¿Cómo no iba su madre a preocuparse?

Olga la crió con mano firme. Temía que repitiera su historia, así que le repetía una y otra vez que buscara seguridad, no belleza, en un hombre.

—Con tu belleza, tienes todas las cartas en la mano —decía.

El pasado con su marido jugador la había marcado.

Cada día le advertía que no se acercara a los turistas. La usarían y la dejarían, sola y quizá con un hijo. ¿Pero quién piensa en eso a los diecisiete?

Un día llegó un estudiante de Madrid, de visita con familiares. Vio a Esperanza y perdió la cabeza. Fue a pedir su mano, presumiendo de una casa grande en la capital, de que heredaría el negocio de su padre.

Olga no era tonta. No se creyó sus fanfarronadas.

—¿Quieres casarte? Bien. Esperanza debe terminar el instituto. Vuelve dentro de un año, y hablamos. Hasta entonces, ni la toques —dijo tajante.

Por dentro, se alegraba. Si el chico decía la verdad, su hija viviría como una reina.

Él, enamorado, aceptó. Se marchó, pero llamaba y escribía. Volvió en Navidad unos días. Pronto terminaría sus estudios y trabajaría con su padre.

Esperanza no miró a nadie más. Lo esperó. Al año siguiente, él regresó con sus padres. Ellos vieron que, aunque la chica era hermosa, no era de su clase. Pero, por amor, accedieron al matrimonio. Una novia bonita no desentonaría en su círculo. Ya la moldearían.

La boda fue ruidosa. Olga estaba feliz. Antes de la despedida, solo rogó a su hija que no tuviera prisa por ser madre. Los jóvenes fueron felices. Esperanza incluso solicitó plaza en la facultad de medicina…

Pero el padre de su marido no podía apartar los ojos de ella. La miraba de tal modo que le daban ganas de hacerse pequeña y esconderse.

Un día, su suegra llamó: su hijo debía ir a verla, no se sentía bien. Alejandro partió de inmediato. Mientras, su padre llamó a la puerta de su piso. Era agosto, hacía calor. Esperanza, en pantalones cortos y camiseta, abrió pensando que era su marido.

Su suegro no pudo contenerse. ¿Cómo iba ella a defenderse de un hombre fuerte? Gritar era inútil, pues los vecinos estaban fuera.

Cerca del sofá había un jarrón pesado. Con esfuerzo, lo alzó y lo estrelló contra su cabeza. Cuando él cayó, llamó a una ambulancia. Alejandro llegó a casa para encontrarla siendo interrogada por la policía.

Ella contó la verdad, pero ¿quién le creería? El fiscal argumentó que ella había provocado a su suegro, que todo era un plan para heredar el negocio.

La condenaron a cuatro años. A la semana, supo que su madre había muerto. El corazón no resistió. La hija mayor de Antonio vendió la casa al instante. No la quería, pero menos para una criminal.

En prisión, su belleza fue un problema. Sabía que no sobreviviría. Pero no se suicidó. Su cuerpo joven quería vivir. Una compañera tenía unas tijeras. Esperanza le prometió pagarle después y, a escondidas, se desfiguró la mejilla.

La herida se infectó. El médico de la prisión suturó mal, dejándole una cicatriz grotesca. Nadie la miró más. Trabajó sin quejas hasta su liberación.

¿Adónde ir? Su marido se divorció de ella. Su madre había muerto, la casa se vendió.

Al salir, afirmó que tenía parientes en Zaragoza. Su madre había hablado de un viaje allí. Pero no se quedó. En una gran ciudad, con su pasado, no encontraría trabajo. Su cicatriz, antes una protección, ahora era un estigma.

Bajó del tren en un pueblo al anochecer. Sin dinero ni conocidos, buscó una pensión. Caminó por calles desconocidas, respirando libertad, cuando un Ford viejo se detuvo junto a ella.

—¿Forastera? ¿Busca hotel? —preguntó un hombre con barba rojiza.

Era un sacerdote.

—¿Recién salida? —dijo el padre Miguel.

—¿Cómo lo sabe?

—El sol atrae a las que vuelven, y la mirada lo delata. No temas. Puedo ofrecerte algo mejor que un hotel.

Vivía con su esposa, Sor María, y sus hijos. Una habitación estaba libre. Esperanza aceptó. En el camino, le contó su condena.

—¿Te hiciste eso? —preguntó él.

—Sí.

No insistió. En casa, Sor María la acogió sin preguntas. Esa noche, Esperanza les contó todo.

Vivió con ellos un año, ayudando en casa y con los estudios de la pequeña Ana. Los domingos, iba a la iglesia. Incluso cantó en el coro.

El padre Miguel la animó a estudiar medicina.

—Con mi historial, no me aceptarán —decía ella.

—¿Tienes tu título de bachiller? ¿Los exámenes?

—Sí, pero los papeles se quedaron con mi exmarido.

—Hablaré con un conocido en la Universidad de Zaragoza.Al final, Esperanza se convirtió en médico, encontró paz en la ayuda a los demás y supo que incluso en la raya más negra siempre hay un hilo de luz esperando ser encontrado.

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La racha oscura