Silencio de Año Nuevo
Noviembre transcurre gris, húmedo y con la melancolía de siempre. Los días parecen no tener fin y la alegría se escurre entre la lluvia. Lucia sólo se percata de la llegada de diciembre por la publicidad omnipresente de cava, jamón y turrón.
La ciudad se ha incendiado con la fiebre previa al Año Nuevo: los escaparates brillan con luces y guirnaldas, los transeúntes abrazan bolsas de regalos y parecen participar en una carrera de obstáculos interminable. Todos corren, todos se agitan, todos hacen planes.
Pero Lucia ni espera nada ni se apresura. Se limita a contar las horas hasta que todo ese bullicio por fin termine.
Tiene cuarenta años. Ya. El divorcio, que finalizó tres meses atrás, no dejó una herida, sino una extraña y sorda ausencia. No hay hijos, así que tampoco hubo concesiones ni decisiones complicadas. Dos vidas, paralelas durante años, que al fin tomaron caminos opuestos.
«¡Feliz Año Nuevo!» le gritan sus compañeros de oficina, guiñándole los ojos con entusiasmo.
Lucia responde con una sonrisa cortés, vacía de alegría. Se repite de la mañana a la noche lo mismo: «Nada especial. Diciembre se convierte en enero. Miércoles en jueves. No existe motivo para celebrar».
Sus planes para la Nochevieja son transparentes: ducharse, ponerse un pijama viejo, preparar una infusión de manzanilla y meterse en la cama a las diez, como cualquier otro día.
Ni ensaladilla rusa, ni la «tele de siempre» y ni una botella de cava que acabe olvidada en la nevera hasta el año siguiente.
***
Y llega, por fin, esa noche.
El tiempo decide burlarse de la alegría general y monta su propia fiesta, más propia de febrero que de diciembre. La lluvia gélida no cesa y las calles se llenan de una pasta de nieve sucia y asfalto. El cielo plomizo pesa sobre Madrid y las luces navideñas parecen apagadas y tristes. Es la noche perfecta para desaparecer bajo las mantas.
A las nueve y media, Lucia ya está tumbada en la cama, como se ha prometido. Al otro lado de la pared suena música suave; ella cierra los ojos, intentando dormir.
Despierta de golpe por un sonido seco imposible de ignorar.
Alguien aporrea la puerta, no llamagolpea con insistencia, como si estuviera en juego una vida. Lucia se incorpora en la cama, refunfuñando sobre borrachos y desconsiderados. Mira el reloj:
23:45
Se levanta, sin intención de abrir la puerta. Seguro que se han equivocado de piso. Pero se asoma a la ventana para ver al culpable, y se queda paralizada.
Fuera todo está blanco, inmaculado: ni rastro de lluvia, ni barro, ni asfalto oscuro.
Gigantescos copos de nieve, como los de su infancia en Segovia, giran lentos bajo la farola, cubriendo el suelo con una manta de plumón blanco.
El mundo, en cuestión de horas, se ha transformado en un cuento.
***
Llaman a la puerta otra vez. Esta vez más bajo, pero más decidido.
Lucia, deslumbrada aún por el milagro tras el cristal, va a abrir. No piensa en quién será. Deja que la arrastre la magia del momento. Gira la llave y abre de par en par.
Y allí está…
***
Es el vecino.
Arturo, el de enfrente. Hombre mayor, de pelo canoso y rizado, ojos vivos como chispas. Lleva una chaqueta de tweed gastada y un bufanda de lana mal enrollada sobre los hombros.
En una mano sostiene una vieja maleta de piel marrón; en la otra, un tarro de cristal lleno hasta arriba de algo rojo y apetecible.
Perdón por molestar, dice su voz ronca pero me ha parecido… bueno, he escuchado que aquí reinaba el silencio de Año Nuevo. Y ese es el silencio más raro que hay, así que no pude ignorarlo.
Lucia lo observa, luego dirige la mirada a la calle iluminada y nevada.
Arturo, ¿qué… qué necesita? consigue preguntar, confusa.
Le traigo un regalo, responde, extendiéndole el tarro. Es zumo de arándano, receta de mi difunta esposa. Ella aseguraba que cura la melancolía. Además… levanta la maleta quería enseñarle algo. ¿Puedo pasar quince minutos? Sólo hasta las campanadas.
Lucia duda en el umbral. Su armadura de «nada especial» se resquebraja. Primero la nevada milagrosa, ahora el vecino y su misterioso equipaje. La curiosidad, enterrada bajo años de pragmatismo y desencanto, despierta.
Pase, dice al fin, haciéndose a un lado.
Arturo entra, se sacude la nieve de los zapatos. Sin quitarse el abrigo, pone la maleta en el centro del salón, alumbrado apenas por la farola que se cuela por la ventana.
Aquí vive usted… con austeridad, observa, sin juicio ni pena, simplemente constata.
No pensaba celebrar, contesta ella, escueta.
Lo entiendo, asiente Arturo. Después de cambios así, las fiestas parecen una ofensa personal. Todos celebran, menos uno. Parece que hay algo mal en uno mismo.
Lucia lo mira, sorprendida por la precisión con la que lo ha dicho.
Nunca han hablado de temas personales, salvo algún comentario sobre el tiempo o las cartas.
¿De verdad?
Soy viejo, Lucia. He visto mucha gente y demasiados diciembres grises. Sé que el invierno no es el fin. Es el descanso de la tierra para renacer. El ser humano también necesita descansar, pero no olvidar que puede despertar.
Abre la maleta con un clic y revela el interior: no hay ropa, hay bolas de cristal. Docenas. Cada una distinta. Una azul con polvo plateado como la Vía Láctea; otra roja con una rosa dorada diminuta; otra transparente que, según el ángulo, revela una minúscula arco iris.
¿Qué son? susurra Lucia, acercándose.
Mi colección, exclama él con orgullo No colecciono sellos ni monedas: colecciono recuerdos. Cada bola es un momento feliz en mi vida. Esta, toma la azul es de mi primera escapada a Sierra Nevada con mi mujer. Mirábamos las estrellas y prometimos no separarnos nunca; y cumplimos. La roja me la regaló en nuestro primer aniversario: decía que el amor era una rosa que no se marchita.
Lucia contempla esos universos de cristal, y el hielo en su corazón empieza a fundirse. No ve adorno, ve una existencia llena de sentido, calor y amor.
¿Por qué me enseña esto?
Porque ahora está vacía, responde Arturo sin rodeos . Y quiero que sepa que la nada no es una condena. Es un lugar donde colocar algo nuevo. Mire.
Saca del bolsillo una esfera más, simple y transparente, sin detalles ni brillos.
Esta es para usted, le dice, entregándosela . Es su primera bola. El símbolo de esta noche. El gesto de abrir la puerta aún habiéndola cerrado. Del primer copo que se vio tras la ventana y del milagro que puede aparecer incluso en medio de la más gris de las soledades.
Lucia toma la esfera, fresca y pulida.
Las campanadas de la Puerta del Sol suenan por la ciudad, y los primeros gritos de «¡Feliz Año Nuevo!» rompen el silencio.
Lucia mira a Arturo. En sus ojos ya no sólo bailan chispas, sino una serenidad y una sabiduría cálidas.
Gracias, murmura, y por primera vez en meses, una sonrisa sincera y tímida le ilumina el rostro.
Gracias a usted, responde Arturo . Ahora tiene un principio. Luego, será usted quien decida qué recuerdo poner en ese cristal. Tal vez una taza de café mañana. O el final de ese libro. O algo mucho mayor. ¿Quién sabe? El año solo acaba de empezar.
Cierra la maleta, le desea buenas noches y se marcha, dejando a Lucia sola con su nuevo silencio.
Pero es un silencio diferente. No vacío y pesado, sino lleno de una alegría cálida y una esperanza serena.
Lucia se acerca a la ventana con la esfera entre las manos. La nieve sigue cayendo, borrando las huellas antiguas y cubriendo todo de blanco. Por primera vez en mucho, piensa no en lo que ya fue, sino en lo que puede venir…
Y ese es, sin duda, el milagro del Año Nuevo.







