Olga abrió la puerta, arrastró su pesado bolso hasta el salón y respiró hondo. En ese instante, desde la habitación, una voz quejumbrosa la interrumpió:
—¡Por fin, Olga! ¿Qué traes para comer? ¡Llevo horas esperando, que me muero de hambre!
Su humor, ya de por sí bajo, se torció todavía más con aquellas palabras. Por supuesto, ahí estaba Javier, otra vez plantado como un sultán en el sofá, viendo la tele o dándole a los videojuegos. El suelo seguía tan sucio como cuando ella se había ido. Y, por supuesto, ni se había molestado en meter la ropa en la lavadora. Pero claro, el problema era que ella llegaba tarde, y su *querido niño grande* no estaba alimentado. ¡Como si el dinero apareciese mágicamente en el cajón!
Con paso cansino, como un fontanero tras una larga jornada, Olga entró en la cocina, descargó el bolso y, sin quitarse siquiera el abrigo, empezó a preparar algo rápido para cenar. A ella también le rugía el estómago. Su frustración se materializó en el ruido seco de ollas y sartenes que golpeaban con más fuerza de la necesaria.
Javier, desde el sofá, aguantó un rato el estrépito, pero acabó por quejarse:
—¡Oye, Olga! ¿Tan necesario es hacer tanto ruido? ¡No oigo ni las noticias!
Ella dejó caer un plato con brusquedad sobre la mesa.
—¡Pues come y calla! Y si hago ruido, es porque me da la gana. ¡Tú no sabes ni lo que es trabajar en una obra!
Javier frunció el ceño, ofendido, pero no rechistó y se puso a devorar las patatas con carne. Olga siguió dando golpes, ni siquiera se sentó, comió de pie. La pregunta de su esposo la tomó por sorpresa:
—¿Al menos metiste la colada en la lavadora mientras yo no estaba?
Él alzó las manos, como si aquello fuera una locura.
—¡Olga, por favor! ¿Yo metiendo la ropa? Eso es cosa de mujeres, que yo soy un hombre, no entiendo de esas cosas ni tengo por qué. ¡La última vez metí un jersey de lana en el programa de algodón y me comiste la cabeza!
—¡Hombre serás tú en la cama, porque de lo demás, más bien poco! —bufó ella—. ¡Como si no pudieras aprender a usar la lavadora en todos estos años!
Javier se sintió herido en su orgullo.
—Olga, ahora te pasas. Ya sé que no te gusta que esté sin trabajo, pero es algo temporal. No voy a ponerme a currar como un burro por cuatro duros. ¡Un hombre tiene que encontrar su camino, y eso lleva tiempo! ¡Y tú, en vez de apoyarme, parece que me pisoteas!
Esa noche, el instinto de supervivencia de Javier brilló por su ausencia. De lo contrario, se habría callado antes de tiempo. Pero no, siguió erre que erre:
—Tú eres la mujer, ¿no? Se supone que debes ser tierna y cariñosa. ¡Pero vas dando portazos como si fueras el vecino del quinto! Podrías caminar más suave, no tirar las cosas…
Olga resopló, pero Javier, ciego ante su propia condena, siguió hablando mientras terminaba de comer y dejaba el plato en el fregadero. Se paseó por la cocina como un general inspeccionando sus tropas.
—¡Y además, deberías respetarme un poco más! Al fin y al cabo, soy tu marido. ¡Mira a Lourdes, por ejemplo! ¡Esa sí que sabe cuidar a su Ramón! No se les oye ni una pelea, viven en armonía. ¡Así es como debe ser!
Finalmente, notó algo raro. Olga lo miraba con ojos entrecerrados, como un gato a punto de abalanzarse sobre su presa. En su mano derecha sostenía con calma el mango de una sartén. De hierro fundido. De esas que pesan lo suyo. Y Olga, mujer fuerte donde las haya, la manejaba sin esfuerzo.
—Lourdes… con Ramón —silbó entre dientes.
Todos en el vecindario los conocían. Una pareja de inmigrantes ecuatorianos que habían heredado un piso de sus familiares. Ambos llevaban media vida en España, hablaban perfectamente el idioma y, aunque eran católicos practicantes, sin exagerar. Guardaban algunas de sus tradiciones, eso sí.
—Lourdes —repitió Olga, y Javier se quedó quieto, por si acaso—. Tienes razón, cariño. Es una buena esposa. Pero se te olvida algo. O mejor dicho, *alguien*: Ramón.
Javier arqueó una ceja, confundido.
—Verás, Javiercito, Ramón sale al alba para la obra, después ayuda a su primo en el ultramarinos y hasta los fines de semana trabaja en la caja. No anda buscándose a sí mismo, y si lo hace, es en su tiempo libre. Y a Lourdes siempre le trae algo: un anillo, unos pendientes, un vestido… No para de presumir. Claro que ella cuida de él. ¡Él es su muro de piedra! A ella no le quita el sueño cómo van a llegar a fin de mes. Eso es cosa de Ramón. Mientras, ella se queda en casa y lo mima. Y vaya si lo hace bien.
Javier seguía sin entender hacia dónde iba todo aquello. Mientras, su esposa no dejaba de dar golpecitos con la sartén en la palma de su mano.
—Ahora miremos nuestra situación. ¿Quién trabaja en dos empleos y hasta hace horas extra los fines de semana? ¡Yo, Javiercito! Y quién se queda en casa… pues tú. Así que, si nos comparamos con Lourdes y Ramón, resulta que yo soy Ramón. Y tú, querido, eres Lourdes.
A Javier se le cayó el alma a los pies. No esperaba semejante giro.
—Así que, Javiercito, no eres tú quien debe reclamarme que sea como Lourdes. ¡Soy yo quien debería exigirte que cumplas tu papel! Tú eres mi Lourdes particular, pero vamos, que en eso también vas con el mínimo esfuerzo. ¡El suelo sin barrer, la ropa sin lavar, la cena sin hacer! Y mírate, con la camiseta arrugada, la tripa empezando a asomar… ¿Cómo pretendes seducirme si vas hecho un desastre?
Javier se quedó petrificado, boquiabierto. Olga, entonces, dejó caer la sartén sobre la mesa con un estruendo.
—¡Pues ahora mismo te pones a fregar los platos, limpias la cocina, te das una ducha y vienes a la habitación presentable! ¡O te organizo un matriarcado de esos que se estudian en los libros! ¿Conque Lourdes como ejemplo, eh? —Y con paso firme, desapareció por el pasillo.
***
Javier, muerto de miedo, se puso el delantal sin rechistar y se plantó frente al fregadero. Sin experiencia, tardó, pero al final dejó todo limpio: platos, mesa, suelo. Tras la ducha, incluso se echó colonia. Cuando entró en el dormitorio, con paso sigiloso, vio con alivio que Olga ya dormía.
Se acomodó en el borde de la cama. El sueño tardó en llegar, los nervios lo mantenían despierto. Y cuando al fin se durmió… las pesadillas lo esperaban.
Soñó que llevaba unos pantalones transparentes sobre el calzoncillo y bailaba danza del vientre en el salón. No solo él: también su vecino Antonio y el del tercero, Manolo. Mientras, Ramón, vestido con normalidad, jugaba a videojuegos en su ordenador.
En el sofá, envueltas en batones de seda, estaban Susana, Carmen, Lourdes y Olga —esta última, como una reina, ocupando el mejor sitio. Las cuatro los observaban sin entusiasmoAl día siguiente, Javier se levantó antes que el sol, decidido a demostrar que podía ser tan trabajador como Ramón, y cuando Olga abrió los ojos, el café ya estaba preparado y la casa brillaba como nunca.