La puerta entreabierta
Cuando Lucía regresó del supermercado, la puerta del piso estaba entreabierta. No del todo abierta, solo un poco, como si alguien la hubiera dejado así cuidadosamente, midiendo cada centímetro. Como si hubiera entrado, observado el entorno, dudado un instante y luego se hubiera ido sin atreverse a quedarse. O quizá, al contrario, aún seguía dentro.
Dejó las bolsas en el suelo y se quedó quieta. El corazón le latía con fuerza, rápido pero silencioso. No se oía ningún ruido, ningún paso. Solo el leve silbido del aire moviendo la esquina de la alfombra en el recibidor. Y algo más: un olor extraño, ajeno a su hogar. ¿Tabaco? ¿O simplemente el aroma de la calle? Aspiró profundamente, pero el aire volvió a ser el de siempre.
Llevaba tres años viviendo sola. Desde que Adrián se fue: primero a un piso de alquiler, luego a otra ciudad, luego a otra vida. Le escribió dos veces. La primera, para pedirle una chaqueta que había dejado. La segunda, para contarle que se casaba. Ella no respondió. No por rabia. Simplemente, no sabía qué decir cuando ya nadie te pregunta. Por dentro, todo se había borrado, dejando solo una superficie lisa, como un cristal empañado: hay huellas, pero no se distinguen.
Entró despacio, escudriñando el pasillo. Todo en su sitio. La gabardina colgada. El paraguas apoyado en la esquina. Las cartas apiladas en la estantería. Ni un detalle fuera de lugar, y sin embargo, algo no cuadraba. Cerró la puerta, echó el cerrojo y activó la alarma. La luz verde del panel la tranquilizó un poco. Aunque, si alguien hubiese querido entrar, ya se habría ido. Aun así, algo persistía, como un eco lejano.
En la cocina, todo estaba tal como lo había dejado por la mañana. Los fogones apagados. Una taza en el fregadero. El libro en el alféizar, abierto por la mitad. En el borde de la página, un pequeño doblez. Estaba segura de haber usado un marcapáginas. Quizá se equivocaba. O quizá alguien lo hojeó. El aire parecía diferente, como si alguien lo hubiera desplazado al pasar, dejando atrás un vacío apenas perceptible. No miedo, solo la huella de una presencia.
Al volver al recibidor, lo vio: sobre la mesita, una vieja fotografía. Sin marco, solo el papel ligeramente descolorido, con una esquina doblada. Se agachó para mirarla. Era una foto que guardaba desde hacía años, escondida en un cajón. Ella y Adrián. Hacía casi una década. Él la abrazaba por detrás, y ella reía. La tomaron unos amigos durante un día de campo. En aquel entonces, todo parecía inmutable, eterno. Ahora, aquel instante pertenecía a otro tiempo. Y alguien lo había dejado ahí, con intención.
La foto estaba perfectamente colocada. No podía haberse caído sola. Alguien la tomó, la miró y la dejó ahí. ¿O seguía en el piso? Lucía escudriñó las paredes, como si en ellas quedase el eco de su sombra. No escondía esa foto por rencor, sino porque ya no podía soportar verla. Ahora estaba ahí, expuesta, como un desafío. O una súplica.
Se sentó en el sofá. Cogió el móvil. Revisó las llamadas recientes. Nada. Los mensajes, vacíos. Ni una palabra de él, ni de nadie. Solo notificaciones del banco y de pedidos. Frases impersonales, sin rastro de vida.
Se levantó y cerró la puerta del balcón. El aire aún se colaba, moviendo las cortinas con suavidad, como una caricia. La tarde se teñía de noche. Y entonces, un timbrazo cortó el silencio. Un solo toque. Claro, preciso, como si quien llamaba supiera que ella escucharía.
Lucía se acercó. Miró por la mirilla. Nadie. El rellano vacío, iluminado solo por la tenue luz del techo. Pero en el felpudo, algo: una manta enrollada. La suya. La de ambos. Azul con rayas blancas. Parecía casi nueva, a pesar de los viajes, las noches en la playa, las veces que la tendieron al sol en la casa del pueblo. Recordaba su tacto áspero, su olor. Cómo se arropaban con ella en la tienda de campaña. La última vez que la lavaron juntos, discutiendo por el detergente y riéndose después de lo absurdo de la pelea.
Sobre la manta, una nota. Tres palabras:
*«Perdón, no pude».*
El papel estaba doblado a toda prisa. La letra, la suya. Lo reconoció al instante, por las “p” angulosas y las “t” inclinadas. Como si hubiera llegado hasta ahí, pero no se atreviera a tocar otra vez. O como si supiera que ella entendería igual.
Permaneció inmóvil. Mirando la puerta, la manta, sus propias manos temblorosas. Imágenes desordenadas la asaltaron: él marchándose, el sonido de las llaves al caer en el cuenco del recibidor, el miedo al silencio que siguió. Finalmente, recogió la manta y la llevó dentro. Al desenrollarla, descubrió la llave. La suya, la que él nunca devolvió. Simple, lisa, con un pequeño arañazo cerca de la base. Lo recordaba, como una cicatriz compartida.
Desactivó la alarma. Devolvió la llave al interior de la manta. Permaneció sentada, contemplándola como un símbolo de algo inconcluso. Luego, se acercó a la puerta y, casi sin hacer ruido, la entreabrió de nuevo.
Por si acaso. O por si, después de todo, quedaba alguna posibilidad.