Hoy la puerta estaba entreabierta cuando regresé del supermercado. No del todo abierta, sino como si alguien la hubiera dejado así a propósito, con cuidado, midiendo el espacio exacto. Como si hubieran entrado, miraran alrededor y se fueran sin decidirse a quedarse. O quizás seguían dentro.
Dejé las bolsas en el suelo y me quedé quieta. El corazón latía rápido, pero en silencio. No se oían pasos, ni ruidos. Solo la brisa moviendo un poco el borde de la alfombra en el recibidor. Y un olor… ¿tabaco? ¿O simplemente la calle? Respiré hondo, pero el aire volvió a ser el de siempre.
Llevo tres años viviendo sola. Desde que Javier se fue: primero a un piso alquilado, luego a otra ciudad, después a otra vida. Me escribió dos veces. La primera, para pedir su chaqueta; la segunda, para decirme que se casaba. No respondí. No por rabia, sino porque no sabía qué decir cuando ya no te preguntan. Dentro de mí, todo se había borrado, dejando solo una superficie tranquila, como un cristal empañado: hay huellas, pero no distingues de quién son.
Entré despacio y recorrí el pasillo con la mirada. Todo en su sitio. La chaqueta en el perchero, el paraguas en el rincón, las cartas en el estante. Nada fuera de lugar, y aun así todo parecía distinto. Cerré la puerta, la aseguré con llave y activé la alarma. La luz verde parpadeante me calmó un poco. Aunque, si alguien hubiera querido entrar, ya se habría ido. Aun así, quedó algo en el aire, como un eco sordo.
En la cocina, todo estaba como lo dejé por la mañana. La cafetera apagada, la taza en el fregadero, el libro abierto en la ventana. Había una marca en la página, justo en el centro. Estoy segura de que usé un marcapáginas… ¿O me equivoco? Quizás alguien lo hojeó. O quizás solo fue el viento. Pero algo había cambiado, como si el espacio se hubiera movido levemente. Como si alguien hubiera pasado sin ser visto, dejando apenas un rastro de su presencia.
Al volver al recibidor, lo vi: sobre la mesita, una foto antigua. No estaba enmarcada, solo era un papel gastado, con una esquina doblada. Me incliné. Era una foto que había guardado en un cajón hacía mucho. Javier y yo, hace diez años. Él me abrazaba y yo reía. La tomó un amigo durante un día de campo. Entonces todo parecía sólido, eterno. Ahora, aquel instante parecía arrancado de otro tiempo. Y alguien la había dejado ahí con intención.
La foto no cayó sola. Alguien la sacó, la miró, la dejó ahí… ¿Y se fue? O quizás no. Escudriñé el silencio, como si su sombra aún resonara entre las paredes. No escondí esa foto por rencor, sino porque ya no podía mirarla. Y ahora estaba ahí, como un reclamo. O tal vez una súplica.
Me senté en el sofá. Revisé el móvil: llamadas, mensajes… Nada. Solo notificaciones del banco y del reparto. Frases frías, vacías, sin una sola palabra viva.
Me levanté y cerré la puerta del balcón. La brisa seguía moviendo las cortinas, suave, como acariciándolas. La tarde se volvía noche. Entonces, el timbre sonó. Una vez. Claro. Como si supieran que lo oiría.
Me acerqué y miré por la mirilla. Nadie. El rellano, vacío y silencioso, iluminado solo por la tenue luz del techo. Pero en el felpudo había algo: una manta enrollada. La nuestra. Azul, con rayas blancas. Parecía nueva, aunque la habíamos llevado a acampadas, extendido en la arena, colgado en el tendedero de la casa del pueblo. Recordaba su tacto áspero, su olor. Recordaba cómo nos cubríamos con ella en la tienda. La última vez que la lavamos juntos, discutiendo por el detergente y riéndonos después de lo absurdo de la pelea.
Sobre la manta, un papel doblado. Tres palabras:
*«Perdón, no pude.»*
La letra era la suya, torpe, con las *”p”* angulosas y las *”t”* inclinadas. Como si hubiera venido, hubiera llegado hasta la puerta, pero no se atreviera a llamar otra vez. O como si supiera que entendería sin más explicaciones.
Me quedé quieta, mirando la puerta, la manta, mis manos temblorosas. Imágenes pasaban por mi mente: el día que se fue, el sonido de las llaves al caer en el cuenco metálico del recibidor, el miedo al silencio después. Cogí la manta, la llevé dentro y la desenrollé con cuidado. Dentro, una llave. La que él nunca me devolvió. Simple, lisa, con un arañazo cerca del diente. Lo recordaba, como una cicatriz en algo que fue nuestro.
Desactivé la alarma. Dejé la llave sobre la manta. Me quedé mirándola, como si fuera el símbolo de algo que nunca terminó. Luego me acerqué a la puerta y, muy despacio, la volví a entreabrir.
Por si acaso. O por si todavía quedaba una posibilidad.