La Puerta de la Traición
Tras tres meses de duro trabajo en las plataformas petroleras, Antonio Navarro regresaba a casa, exhausto pero satisfecho. El día estaba gris, pero en su corazón brillaba el sol. Llevaba en el bolsillo su salario, imaginando la alegría de su esposa, la elegante y temperamental Carmen. Hacía poco habían comprado un apartamento de dos habitaciones en un edificio de las afueras de Madrid. Él mismo había alisado las paredes, instalado techos, colocado los azulejos y conectado todos los electrodomésticos. Solo faltaba lo que ella tanto deseaba:
—Antoñito, no quiero chapuzas. ¡Quiero que nuestro hogar sea como el de Lucía y Paco! Todo tiene que ser de primera calidad.
Asentía, se iba a trabajar, agotándose hasta el límite solo para que Carmen estuviera orgullosa. Pasaba noches heladas en la plataforma, sin calor, sin su voz, sin el aroma del café por las mañanas. Solo llamadas telefónicas, muchas veces exigentes y quejumbrosas.
En la estación de tren, se detuvo en un puesto de flores. Escogió las rosas más frescas, compró un ramo grande y rojo, y tomó un taxi. Quince minutos después, estaba frente a su portal. Subió las escaleras al cuarto piso con el corazón desbocado. Estaba a punto de usar la llave, pero cambió de idea. Sonrió y llamó al timbre.
Silencio. Justo cuando iba a sacar las llaves, la puerta se abrió. En el umbral, un desconocido llevaba su bata. Alto, musculoso, con una mirada insolente.
—¿Quién eres tú? ¿Te has equivocado de piso, abuelo? —gruñó el tipo.
El mundo de Antonio se tambaleó. Se quedó paralizado, el ramo cayéndole de las manos.
—Parece que no solo me equivoqué de puerta…
La puerta se cerró de golpe. Antonio no podía moverse. El corazón le latía fuerte, las manos le temblaban. Ante sus ojos, el papel pintado que había pegado de madrugada, los azulejos que había limpiado con esmero, la cocina por la que se había endeudado… y ahora, un extraño en su casa.
Las flores fueron a parar a la basura más cercana. Antonio llamó un taxi y se dirigió a casa de su mejor amigo, Miguel. De camino, paró en un supermercado, compró vodka, boquerones y pepinillos. Miguel se alegró al verlo—¡Cuánto tiempo sin verte! ¡Brindemos por el reencuentro!
Tras el segundo trago, Antonio no aguantó más y lo contó todo. Miguel, medio andaluz y de carácter ardiente, saltó de su silla:
—¡¿Qué?! ¡¿En tu piso?! ¡Yo lo hubiera…! —golpeó la mesa con el puño.
Antonio lo agarró del hombro:
—Miguel, cálmate. Pero… ¿nos vengamos?
—¡Claro que sí!
Bajo los efectos del alcohol, llamaron un taxi y se dirigieron al apartamento. Los planes de venganza eran confusos. La cabeza les zumbaba.
Al llegar, la luz del dormitorio estaba encendida. Antonio rugió:
—Ahora verán…
Miguel empezó a golpear la puerta:
—¡Abre, cabrón! ¿A quién se le ocurre robarle la mujer a un amigo? ¡Sal y hablamos como hombres!
La puerta se abrió de golpe, y un puñetazo salió de la oscuridad. Miguel retrocedió, sujetándose la nariz sangrante.
—Vaya recibimiento… —murmuró, limpiándose la sangre.
Antonio estalló. De un solo golpe, arrancó la puerta de sus bisagras. Esta cayó con estruendo en el recibidor. Los dos entraron como una tormenta, gritando y registrando cada rincón.
—¡¿Dónde está ese canalla?!
Carmen chillaba en la cocina, marcando un número con manos temblorosas. Miguel corrió al pasillo:
—¿Se habrá tirado por el balcón?
Pero entonces, un gemido. Bajo la puerta derribada, el amante se retorcía, aplastado por su propia insolencia. Lucía patético—la bata desajustada, la cara ensangrentada, el miedo en los ojos.
—¡Vaya justicia! —se burló Miguel, tocando el marco.
De repente, un grito desgarrador subió desde el portal:
—¡Socorro! ¡Buenas personas, que los matan! —era la suegra de Antonio.
La sobriedad llegó de golpe. Los amigos huyeron antes de que llegara la policía. A la mañana siguiente, Antonio inició el divorcio. No quería vivir en un hogar donde lo habían humillado. Donde un extraño se paseaba con su bata.
Una semana después, volvía a la plataforma. Miguel lo despedía, con un ojo morado y los dedos vendados.
—¡Pero qué espectáculo dimos! —se rio—. Si te casas otra vez, ¡que no sea con Carmen! Pero si pasa algo, llámame. Ya sabes que te ayudo…
La vida a veces derriba puertas, pero la dignidad no tiene precio.