**El Vaticinio**
—¿Por qué pones esa cara? Ya verás cómo te gusta allí. El mar, la playa, el sol… —decía Lucía mientras intentaba atrapar la mirada de su hija sin éxito.
Pero Vega se empeñaba en mirar por la ventana, donde se extendían campos infinitos y viñedos bajos. Junto a las vías corría una carretera por la que pasaban coches de colores, diminutos desde el tren. A lo lejos, las siluetas de las montañas aparecían y desaparecían en la bruma del amanecer. La luz del sol le dolía en los ojos. Vega revisó el móvil por centésima vez y lo apartó con fastidio.
«Ay, estos dolores del primer amor», pensó Lucía, aunque en voz alta solo dijo:
—Seguro que no hay cobertura. Cuando lleguemos…
—Mamá, basta —respondió Vega con desgana, volviendo a mirar por la ventana.
—La casa de Martina está en una colina. Desde las ventanas se ve el mar, a veces incluso se oye. ¡Y el jardín! ¡El aire! —insistía Lucía—. En unas horas lo verás.
—No me digas que tiene un hijo —murmuró Vega, lanzándole una mirada cortante.
—Tiene uno, pero no es suyo. Martina no pudo tener hijos. Crió al de otra. Ahora estudia en la universidad, en otra ciudad. Como es época de exámenes, dudo que lo veas.
—Dijiste que era tu amiga. ¿Cómo se conocieron si ella vive al sur y tú en Toledo? —preguntó Vega.
—Ah, esa es una buena historia. Si quieres, te la cuento.
Vega encogió ligeramente los hombros sin apartar los ojos del paisaje monótono.
***
Vivíamos en calles cercanas, estudiamos juntas en el instituto. No era una belleza, pero tenía un pelo espectacular: rubio claro, rizado, que en el sol brillaba como oro. La gente se volvía a mirarla por la calle, y a mí me gustaba pensar que algo de esa atención era para mí. Antes de los exámenes finales, la clase fue a pasear en barco por el río y luego al parque. Allí conoció a un chico y se enamoró al instante. Empezamos a vernos menos; yo no quería entrometerme. Y cuando nos veíamos, solo hablaba de él.
Soñaba con ser actriz, quería entrar en la escuela de teatro en Madrid. Pero el amor fue más fuerte y se matriculó en la politécnica, donde estudiaba su Miguel, para no separarse. Yo entré en la universidad.
Cuando nos veíamos, no parábamos de hablar. Un año después, Miguel le pidió que se casara con él, justo antes de los exámenes. ¡Nunca la había visto tan feliz!
Con su madre fuimos a elegir el vestido. Probamos todos. En Martina, cualquiera quedaba perfecto. También escogimos el velo. Me insistió en que me comprara un vestido azul, como madrina. ¡Ay, cómo nos cansamos ese día! Su madre se fue en taxi con las compras, y nosotras decidimos pasear por el paseo marítimo. Hacía un calor veraniego para finales de mayo.
Íbamos caminando, y todos la miraban. Estaba radiante. Pero ella ni se fijaba. Comimos helado, reímos y hablamos de la boda.
Hacia nosotros venían dos gitanas. Una de ellas, la más corpulenta, nos cortó el paso y le dijo a Martina con voz melosa:
—Ay, preciosa, déjame leerte la buena ventura. Te diré la verdad de lo que te espera.
La otra gitana, flaca y de mirada hosca, se quedó atrás. Era fea, con unos dientes tan grandes que parecía que no podía cerrar la boca. Pensé que parecía un caballo. Luego Martina me confesó que había pensado lo mismo.
—Ya sé lo que me espera —respondió Martina, relamiendo su helado.
Intentamos esquivarlas, pero la gitana le agarró la muñeca, le estudió la palma y movió la cabeza, haciendo chasquidos con la lengua.
—Una boda te espera, niña de oro.
—Eso ya lo sé —intentó soltarse, pero la gitana la tenía bien agarrada.
—No queremos que nos echen la buenaventura. No llevamos dinero —intervine.
—Las buenas noticias cuestan, pero las malas son gratis —dijo la gitana, y un escalofrío me recorrió la espalda.
Mientras, no apartaba los ojos de Martina, como si la hipnotizara. La joven de atrás sonreía burlona. O quizá era solo su boca abierta.
—No la escuches, vámonos —la jalé del brazo.
—Amas mucho, pero tu felicidad durará poco. En la boda caerás del caballo, sufrirás mucho. Sanarás tu dolor junto al mar. No volverás a casarte, pero hallarás felicidad en un hijo —dijo la gitana sin pestañear, antes de soltarla y alejarse.
Caminamos en silencio un rato, el humor alegre se había esfumado.
—Martina, ¿en serio le vas a creer? ¿Vas a montar en un caballo viejo con el vestido de novia? Iremos en coche al registro. Ella solo vio tu mano un segundo, no pudo adivinar nada —intenté animarla.
—Tienes razón. No pienso subirme a ningún caballo —dijo Martina, como despertando.
—Te dijo esas cosas porque no le dimos dinero —dije, bromeando, y las dos reímos.
La boda fue después de los exámenes. Luego irían a la playa, unos familiares les habían regalado el viaje. Olvidamos a la gitana.
Llegó el día. Estábamos en su habitación, frente al espejo, cuando arreglándose el velo dijo de repente:
—Mi padre llama “caballo” a su todoterreno. No voy a subirme a su coche.
—Bien dicho. Coge otro —la apoyé.
—No, no subiré a ningún coche. El registro está cerca, iremos andando —dijo, sonriendo frente al espejo.
—Será divertido. No todos los días se ve a una novia paseando por la ciudad en vestido blanco.
Fue difícil convencer a Miguel. Los padres protestaron, pero Martina no cedió: o iban andando, o no se casaba.
Nada pasó. Bajo la marcha nupcial, se pusieron los anillos, se besaron y ya eran marido y mujer. Podían tomar el coche, pero Martina se empeñó en ir al parque a hacerse fotos. Era precioso: flores, arcadas con enredaderas…
—Suban al tiovivo —propuso el fotógrafo.
Era colorido, con caballitos de madera. Miguel ayudó a Martina a montar uno blanco, él tomó otro. AjEl caballito giró con fuerza, y de pronto, el vestido resbaló, el tacón se atascó entre las tablas, y Martina cayó al suelo con un grito, rompiéndose el tobillo y cumpliendo, sin querer, el vaticinio de aquella tarde lejana.