El Vaticinio
—¿Por qué te enfadas conmigo? Ya verás cómo te gusta allí. El mar, la playa, el sol… —decía Irene, tratando de captar la mirada de su hija.
Pero Elisa, terco, se volvía hacia la ventana, donde se extendían campos infinitos y viñedos bajos. Paralela a las vías, una carretera serpenteaba con coches de colores que, desde el tren, parecían juguetes.
A lo lejos, los perfiles de las montañas aparecían y se desvanecían en la bruma matinal del horizonte. El sol cegador le hacía doler los ojos. Elisa revisó el móvil por centésima vez y lo apartó con fastidio.
«Ay, estos dolores del primer amor», pensó Irene, suspirando, y en voz alta dijo:
—Quizá no hay cobertura. Cuando lleguemos…
—Mamá, basta —respondió Elisa con desgana, volviéndose de nuevo hacia la ventana.
—La casa de Marta está en una colina; desde las ventanas se ve el mar. A veces hasta se oye. Y el jardín… ¡El aire! —insistió Irene—. En unas horas lo verás tú misma.
—No me digas que tiene un hijo —murmuró Elisa, lanzando una mirada torva a su madre.
—Lo tiene, pero no es suyo. Marta no tuvo hijos propios. Crió al hijo de otra. Ahora estudia en la universidad, en otra ciudad. Con los exámenes, dudo que lo veas.
—Dijiste que era tu amiga. ¿Cómo os conocisteis si ella vive en el sur y tú en las afueras de Madrid? —preguntó Elisa.
—Ah, eso es una historia interesante. Si quieres, te la cuento.
Elisa encogió ligeramente los hombros sin apartar la vista del paisaje monótono.
***
Marta y yo vivíamos en calles cercanas, íbamos juntas al colegio. No era una belleza, pero tenía un pelo extraordinario: rubio ceniza, rizado, que brillaba como oro al sol.
Todo el mundo se volvía a mirarla en la calle. Yo creía que algo de esa atención me rozaba a mí también. Antes de los exámenes finales, la clase fue a pasear en barco y luego al parque. Allí conoció a un chico y se enamoró al instante. Empezamos a vernos menos; yo no quería entrometerme. Cada vez que coincidíamos, solo hablaba de él.
Soñaba con ser actriz, quería entrar en la escuela de arte dramático en Madrid. Pero se enamoró tanto que eligió la politécnica, donde estudiaba su Miguel, para no separarse. Yo, en cambio, fui a la universidad.
Cuando nos veíamos, hablábamos sin parar. Un año después, Miguel le propuso matrimonio, justo antes de los exámenes. ¡Qué feliz parecía entonces!
Con su madre, fuimos a buscarle un vestido. Probamos todos. En Marta, cualquiera le sentaba a la perfección. También elegimos el velo. Ella insistió en comprarme un vestido azul, como madrina. Vaya cansancio. Se me iba la cabeza. Enviamos a su madre a casa en taxi, y nosotras paseamos por el paseo marítimo. A finales de mayo, el calor ya era veraniego.
Caminábamos, y todos miraban a Marta. Estaba radiante. Pero ella no notaba las miradas. Comimos helado, reímos de la boda que se acercaba.
Hacia nosotros vinieron dos gitanas. Insistían con los transeúntes. La más corpulenta nos cortó el paso y dijo:
—Ay, preciosa, déjame leer tu futuro. Te diré la verdad de lo que te espera —canturreó con voz melosa.
La otra gitana, flaca y huesuda, se quedó atrás. Tenía ojos negros, sombríos, y unos dientes tan grandes que no cerraba la boca. Pensé que parecía un caballo. Marta dijo luego que también lo había notado.
—Yo ya sé lo que me espera —respondió Marta, sonriendo, y lamió su helado.
Intentamos esquivarlas, pero la gitana le agarró la muñeca, estudió su palma, movió la cabeza y chasqueó la lengua.
—Una boda te espera, niña de oro.
—Eso ya lo sé —intentó soltarse, pero la gitana apretó más.
—No queremos que nos leas el futuro. No tenemos dinero —intervine.
—Las buenas noticias cuestan, pero las desgracias vienen gratis —dijo la gitana, y un escalofrío me recorrió.
Mientras, clavaba los ojos en Marta, como hipnotizándola. La joven de atrás sonreía. O quizá era su boca abierta.
—No la escuches, Marta, vámonos —tiré de su brazo.
—Amas mucho, pero tu felicidad será breve. En la boda, caerás de un caballo, sufrirás mucho dolor. Te curarás junto al mar. No te casarás otra vez. Pero hallarás felicidad en un hijo —pronunció la gitana, sin pestañear.
Luego la soltó y se marchó. La flaca nos lanzó una mirada hosca y siguió a su compañera. Caminamos un rato en silencio, el ánimo se esfumó. Las palabras resonaban.
—Marta, ¿acaso le crees? No vas a montar en un caballo viejo para niños, vestida de novia. Iremos al registro en coche. Solo miró tu mano un segundo, no pudo ver nada —intenté distraerla.
—Es cierto. No pienso montar en ningún caballo —dijo Marta, como despertando.
—Te dijo esas cosas porque no le dimos dinero —añadí, y ambas reímos.
La boda sería después de los exámenes. Luego irían de luna de miel al mar; un familiar les regaló el viaje. Olvidamos a la gitana.
Llegó el día. El novio estaba por llegar. En su habitación, frente al espejo, Marta ajustó su velo y dijo:
—Mi padre llama «caballo» a su todoterreno. No subiré a ese coche.
—Bien dicho. Toma otro —la apoyé.
—No, no iré en coche. El registro está cerca; iremos caminando —dijo, sonriente.
—Qué divertido. No todos los días se ve a una novia paseando así. —Reímos nerviosas.
Costó convencer a Miguel. Sus padres también se opusieron, pero Marta no cedió. Dijo que o iban caminando, o no se casaba. Y así fue.
Nada ocurrió. Bajo la marcha nupcial, se pusieron los anillos, se besaron y fueron marido y mujer. Ahora sí podían tomar el coche. Pero Marta se obstinó de nuevo: querían fotos en el parque. Era precioso: flores, enredaderas.
—Dejad que os fotografemos en el tiovivo —propuso el fotógrafo.
Era brillante, con caballitos de colores. Miguel ayudó a Marta a subir a uno blanco, él montó otro. Acomodé su vestido y bajé. La música sonó, el tiovivo giró. Ellos se tendían las manos. El fotógrafo no paraba.
—¡Mira, mamá, la novia en un caballo blanco! —gritó una niña.
Nadie supo qué pasó. Marta dijo luego que el vestido resbalaba, que apenas sujetaba. El grito la sobresaltó, soltó la mano un instante, y bastó para que resbalara. El tacón se atascó entre las maderas. Cayó al suelo.
Gritó y perdió el conocimiento. En lugar del banquete, fuimos en ambulancia. Se lesionó el tobillo. La operaron, pero mal. Solo caminaba con bastón, el dolor era insoportable. A los seis meses, fueron a Barcelona, donde le hicieron otra cirugía. Pasó meses enyesada.
***
—Y años después, bajo el mismo sol que doraba sus recuerdos, Elisa entendió que el destino, a veces, teje sus caminos con hilos invisibles, pero siempre lleva a donde debes estar.