**Diario Personal – 15 de Noviembre**
La señorita Valverde era el terror del instituto San Isidro. Todos la temíamos. Era esa profesora que te ponía falta por llegar treinta segundos tarde, que te restaba puntos si llevabas la camisa desabrochada, que nunca esbozaba una sonrisa y parecía deleitarse suspendiendo alumnos.
En tercero de la ESO, yo era el líder no oficial de los que la detestábamos. Organizaba las quejas, los motes crueles, las bromas de mal gusto. La llamábamos «La Arpía» y soñábamos con vengarnos de todas las humillaciones que nos había hecho sufrir.
El día que todo cambió fue un viernes gris de noviembre.
Había faltado a clase para irme al centro con unos amigos. Volvía a casa en el autobús cuando vi algo inusual: la señorita Valverde saliendo de una farmacia en un barrio humilde, cargada con bolsas.
La curiosidad pudo más que el miedo. Bajé en la siguiente parada y la seguí a cierta distancia.
La vi entrar en una corrala vieja. Esperé un rato y me acerqué. Por la ventana entreabierta del primer piso, escuché voces.
Señorita, gracias por venir. Lucía lleva tres días con fiebre.
No se preocupe, doña Ruiz. Traje el antibiótico que recetó el médico.
¿Lucía Ruiz? Era una compañera de mi clase. Una chica tímida, siempre cansada, que faltaba a menudo.
¿Cuánto le debo, señorita?
Nada, doña Ruiz. Ya hablamos de esto.
Pero es mucho dinero
Lucía es una alumna brillante. Merece estar sana para seguir estudiando.
Me asomé un poco más y vi a la señorita Valverde, esa mujer fría y severa, acariciando la frente de Lucía con una ternura que nunca mostraba en clase.
¿Cómo vas con álgebra, cariño?
Bien, señorita. He practicado los ejercicios que me dio.
Muy bien. El lunes te traeré unos libros para que te prepares mejor para el examen de acceso.
Señorita, no creo que pueda ir al instituto. Mi madre necesita que trabaje
Lucía, tu trabajo ahora es estudiar. Del resto, me ocupo yo.
Me fui de allí trastornado. Esa no era la profesora que conocía.
La semana siguiente empecé a observarla con más atención. Y noté cosas que antes no veía.
Cuando Javier Mora se dormía en clase, en lugar de gritarle como al resto, se acercaba en silencio y le tocaba el hombro. Después supe que Javier trabajaba en un bar hasta la madrugada para ayudar en casa.
Cuando Clara Domínguez no traía los deberes, la profesora le daba otra oportunidad sin humillarla. Resultó que Clara cuidaba de sus hermanos pequeños mientras su madre limpiaba oficinas de noche.
Un día reuní valor y me quedé después de clase.
Señorita, ¿puedo preguntarle algo?
¿Qué quieres, Álvaro?
¿Por qué es tan distinta con algunos compañeros?
Guardó silencio un momento, ordenando sus papeles.
¿A qué te refieres?
Que con algunos es más flexible. Pero conmigo y otros, es implacable.
Siéntate, Álvaro.
Me senté en primera fila, nervioso.
¿Sabes qué diferencia hay entre tú y Lucía Ruiz?
No.
Que tú tienes padres que pueden comprarte material, pagarte clases particulares y vigilar tus notas. Lucía, no.
Pero eso no es culpa mía.
No, no lo es. Pero es tu responsabilidad aprovecharlo. Cuando soy dura contigo, es porque sé que puedes dar más. Cuando soy flexible con Lucía, es porque ya da todo lo que puede.
¿Les compra medicinas a los alumnos?
Me miró fijamente.
¿Me seguiste el otro día?
Asentí, avergonzado.
Álvaro, algunos vienen al instituto sin desayunar. Otros trabajan después de clase. Otros cuidan de sus familias. Si puedo hacer algo para que sigan estudiando, lo hago.
¿Con su dinero?
Con mi dinero.
¿Por qué?
Porque yo crecí como ellos. Una profesora me compró mis primeros libros de bachillerato. Sin ella, nunca habría ido a la universidad.
Se me cerró la garganta.
Señorita, pero ¿por qué es tan severa con nosotros?
Porque la vida lo será. Si no les exijo ahora, ¿quién lo hará? Sus padres les protegerán siempre. Yo soy la única que les dirá la verdad: el mundo no les regalará nada.
Nunca lo había visto así.
Álvaro, eres listo pero perezoso. Pierdes el tiempo en bromas en vez de estudiar. ¿Sabes por qué me molesta?
¿Por qué?
Porque desperdicias oportunidades que Lucía desearía. Ella estudia con libros prestados, a veces a la luz de una vela. Y aún así saca mejores notas que tú.
Me sentí la peor persona del mundo.
¿Puedo ayudar de alguna forma?
¿De verdad quieres ayudar?
Sí.
Pues estudia. Sé el alumno que puedes ser. Y si quieres hacer más, ayuda a tus compañeros.
Ese día salí del instituto viendo todo distinto. La señorita Valverde no era la arpía que imaginaba. Era una mujer que cargaba con las penas de medio centenar de familias, que gastaba su sueldo en alumnos que no eran sus hijos, dura con unos para prepararlos y compasiva con otros para no romperlos.
Empecé a estudiar en serio. Organicé grupos de apoyo. Dejé las bromas.
Al final de curso, cuando me entregó mi boletín con un 9.2, la señorita Valverde sonrió. Era la primera vez que la veía hacerlo.
Muy bien, Álvaro. Sabía que podías.
Gracias por no rendirse conmigo.
Nunca me rindo con mis alumnos. Aunque a veces ellos se rindan conmigo.
Años después, al graduarme de la universidad con una beca, lo primero que hice fue buscarla. Seguía en el mismo instituto, igual de estricta, igual de generosa con los más necesitados.
Señorita, quiero darle las gracias.
No me debes nada, Álvaro. Tú hiciste el esfuerzo.
Sí se lo debo. Me enseñó que exigir es otra forma de querer. Y que a veces quien más nos quiere es quien menos nos mima.
Ahora soy profesor. Y cuando debo ser firme con mis alumnos, recuerdo a la señorita Valverde. Que la dureza también puede ser cariño. Que exigir excelencia es creer en el potencial ajeno.
Mis estudiantes seguramente me odian tanto como yo la odiaba a ella. Pero espero que algún día, como me pasó a mí, entiendan que los profesores más duros suelen ser los que más nos quieren.