La prima misteriosa

**LA PRIMA ROSA**

Mi prima Rosa fue mi ejemplo a seguir durante la infancia. Ella vivía en Madrid, y yo en Valencia. Cada verano, nuestros padres nos enviaban al pueblo con los abuelos. Allí, Rosa y yo éramos inseparables, día y noche. Fueron tiempos felices.

Todo en ella me fascinaba: su figura, esos rizos exuberantes, sus vestidos elegantes de ciudad. Aunque ahora, con la perspectiva de los años, reconozco que Rosa no era precisamente una belleza.

Al mirar sus fotos de niña, veo a una chiquilla bajita, regordeta, con rasgos irregulares. Además, arrastraba una dicción pésima. Pero su carisma y alegría eclipsaban cualquier defecto. Los chicos la rodeaban como abejas a la miel.

Rosa podría haber sido una líder, llevando a todo el grupo al ritmo de su tambor. Los niños la obedecían sin rechistar. Era una chica audaz, temeraria, de carácter inquieto. Muchas veces, su comportamiento me inquietaba. Yo era callada y dócil; ella, puro fuego.

Una vez, Rosa se apropió de un libro nuevo sobre el oso Winnie. Lo cogió de la biblioteca del pueblo y, al final del verano, se lo llevó a Madrid. Yo temblaba como una hoja. ¿Y si nos descubrían? Solo teníamos ocho años. Para mí, aquello era inexplicable. ¡Éramos niñas honradas! Pero, en secreto, aquella travesura me llenaba de admiración y orgullo.

Al final, el abuelo nos obligó a devolver el libro. Le siguió un sermón interminable. Y la abuela, con su vara de fresno, “reforzó” la lección. Fuimos castigadas sin postre aquel día. Yo pagué por guardar silencio sobre el “escándalo”.

—¡En el pueblo, las paredes tienen oídos! —gritaba la abuela—. ¿Nietas de un maestro, ladronas? ¡Qué vergüenza!

Fue un terremoto familiar. Quizá por eso aún lo recuerdo.

Rosa nadaba como un pez, saltaba en paracaídas (iba a un club de jóvenes paracaidistas) y se peleaba como los chicos. Cada verano con ella era una aventura. Éramos uña y carne, aunque opuestas en carácter: ella, un huracán; yo, un remanso de paz.

Nuestro abuelo era maestro. Cada verano nos torturaba con dictados y redacciones. Yo, pulcra, sin faltas, con letra elegante; Rosa, un desastre de tachones y garabatos. Pero a ella le traía sin cuidado.

—¿Cómo la nieta de un maestro escribe así? —se indignaba el abuelo.

Rosa se encogía de hombros. La abuela lanzaba sus profecías:

—Verás, Rocío estudiará y será directora, y tú, Rosita, barrerás calles.

Pero el tiempo pone a cada uno en su lugar.

Los años pasaron. Esperábamos el verano con ansias para reencontrarnos. En invierno, nos escribíamos cartas llenas de secretos. Como dicen: hermanas en la sangre, unidas para siempre.

Llegó la hora de casarnos. Yo me adelanté: a los diecisiete, sin arrepentimientos. Tuve a mi hija al año siguiente. Me gradué en la politécnica. Rosa, por su parte, terminó el instituto raspando. Entró en la escuela de magisterio. Nunca entendí su elección. Con su pronunciación torpe y sus notas mediocres…

La tía Carmen, su madre, tuvo que untar a medio claustro para que lograse el título. Aún así, años después, Rosa intentó una tesis doctoral. Su salud la traicionó, pero no me extrañaría que, al jubilarse, la retomase. ¡Ahí es nada!

A los veinte, viajé a Madrid por un día. Quería ver a Rosa, conocer a su marido, Benito. No había podido ir a su boda. ¡Pero jamás imaginé cómo acabaría aquel encuentro!

Primero visité a laPero la vida, caprichosa como es, terminó por unirnos de nuevo, demostrando que ni el tiempo ni los malentendidos pueden romper los lazos de la sangre.

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