**CARLOTA-LA PRIMA**
Mi prima Carlota fue mi ejemplo a seguir de pequeña. Ella vivía en Barcelona, y yo en Valladolid. Cada verano, nuestros padres nos mandaban al pueblo con los abuelos. Allí, Carlota y yo éramos inseparables día y noche. Eran tiempos felices.
Lo que más me gustaba de mi prima era su porte, sus rizos rebeldes y su estilo de ciudad. Aunque, visto con la perspectiva de los años, ahora sé que no era precisamente una belleza. Si miro sus fotos de niña: bajita, rellenita, con unos rasgos algo irregulares. Y, para colmo, arrastraba las palabras al hablar. Pero su carisma y alegría compensaban todo. Los chicos del pueblo la seguían como abejas al panal.
Carlota podría haber sido líder de una banda. Los niños la obedecían sin rechistar. Era una niña audaz, temeraria, de carácter inquieto. A mí, más tranquila y obediente, a veces me asustaba su forma de ser.
Una vez, Carlota “adoptó” un libro nuevo de Gerónimo Stilton. Lo sacó de la biblioteca del pueblo y, al final del verano, se lo llevó a Barcelona. Yo temblaba como un flan. ¿Y si nos pillaban? Teníamos ocho años. Para mí, aquello era incomprensible. ¡Éramos niñas decentes, educadas en valores! Pero, en el fondo, admiraba su atrevimiento. Con el tiempo, el libro hubo que devolverlo. El abuelo insistió y, además, nos soltó un sermón eterno. La abuela “remató” con unas cuantas hojas de ortiga donde más duele. Ese día, no solo nos castigaron, sino que nos quedamos sin las chuches de la tarde. Yo, por callarme el asunto.
—¡En el pueblo, hasta las paredes oyen! —exclamaba la abuela—. ¡Si se entera una comadre, lo sabrá hasta el último perro! ¡Las nietas del maestro, unas ladronas! ¡Qué dirán los vecinos!
Vamos, un escándalo familiar que todavía recuerdo.
Carlota era una experta nadadora, saltaba en paracaídas (iba a un club de jóvenes paracaidistas) y se peleaba con los chicos sin problemas. Resumiendo: tres meses de verano daban para aventuras que me duraban hasta las siguientes vacaciones. Éramos uña y otra, aunque de carácter muy distinto. Ella, un terremoto; yo, más bien “en boca cerrada no entran moscas”.
El abuelo, siendo maestro, nos torturaba con dictados y redacciones. Yo, la empollona, con letra pulcra y sin faltas; Carlota, en cambio, garabateaba como un médico y se equivocaba hasta en su nombre. Pero le daba igual.
—¡Una nieta del maestro, escribiendo así! —se indignaba el abuelo.
Carlota se encogía de hombros. Ni caso.
La abuela la amenazaba:
—Verás cuando Irene sea directora de banco y tú, Carlota, barriendo calles… ¡Paciencia y barajar!
Los años pasaron. Contábamos los días hasta el verano para vernos. En invierno, nos escribíamos cartas llenas de secretos: primero infantiles, luego de chicas. Como dice el refrán: “A quién buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”.
Llegó la época de casarnos. Yo me adelanté: a los 17 años ya tenía marido (y ni un arrepentimiento). Con 18, fui madre. Luego terminé la ingeniería. Carlota, en cambio, apenas aprobó el instituto y entró en una escuela de magisterio. Nunca entendí su elección. Con su dicción torpe y sus notas mediocres… La tía Marisa (su madre) tuvo que ofrecer más que un par de botellas de buen vino al director para que sacara el título.
Años después, Carlota hasta intentó hacer una tesis doctoral. Pero la salud le jugó una mala pasada, y la dejó. Aunque no me extrañaría que, al jubilarse, la retomase. ¡Ahí es nada!
A los 20 años, aproveché una escapada a Madrid para visitar a Carlota. No nos veíamos depuis años. También quería conocer a su marido, Benjamín. No pude ir a su boda, pero jamás imaginé cómo acabaría aquel reencuentro.
Primero fui a casa de la tía Marisa. Nada más verme, se puso a llorar sobre Benjamín:
—Irene, todos nos opusimos a este matrimonio. Yo ya tenía un novio para Carlota, un chico estupendo. ¡Todo iba sobre ruedas! Hasta que apareció este Benjamín… ¡Tirano, celoso y mujeriego! “Quien mala hierba siembra, tarde o temprano la siega”. Carlota se enamoró como una tonta. Sufrirá con él, ya verás. ¡Estoy segura de que hasta la maltrata! Pero, ¿qué le vamos a hacer? Ahora esperan un niño. No podemos dejar al crío sin padre.
Con ese panorama, fui a ver a Carlota. Estaba embarazada, más guapa que nunca, pero con una tristeza en la mirada. Hay mujeres que disfrutan del papel de víctima…
Benjamín era, efectivamente, tal y como lo había pintado la tía Marisa. Sin embargo, Carlota, mi prima rebelde y orgullosa, estaba rendida a sus pies. Lo miraba con adoración, colgaba de sus palabras (y eso que él hablaba como un carretero). Me sorprendió ese cambio radical en ella, pero, como dice el refrán: “Cada oveja con su pareja”. Benjamín se creía, como mínimo, un rey. Y ella, sumisa, lo alimentaba.
¿Lo amaba él? Lo dudo. Aunque, para ser justos, Benjamín era un hombre atractivo: alto, bien plantado… Del tipo que las chicas suspiran. “Buen mozo, pero de genio arrecho”. Conmigo solo usaba tono de mando. Hasta me dio pena Carlota, pero ella me cortó en seco:
—Irene, no te pongas en plan de mi madre. No necesito compasión. ¡Soy feliz con mi marido!
Bueno, allá ella…
Aquella noche brindamos con cava por mi visita. Charlamos, recordamos travesuras, reímos. Luego salimos a pasear por Madrid. Hacía frío, pero había buen ambiente. Al volver, Benjamín “ordenó” a Carlota:
—Tú descansa, mujer. Vete a la cama. Irene y yo daremos otra vuelta.
Yo me negué, pero él me apretó la mano con fuerza. Hasta me asustó. Carlota se quedó en casa, obediente.
Caminamos hasta un parque, hablándo de tonterías, hasta que, de pronto, Benjamín intentó besarme sin miramientos. ¿De dónde salió eso? ¿El alcohol le había nublado el juicio? Me dio hasta risa. ¡Vaya personaje! La tía Marisa tenía razón. Y yo no iba a traicionar a Carlota. Esquivé el beso como pude.
—Mejor volvamos, Benjamín. Carlota estará sola —dije, nerviosa.
Al rechazo, se le torció el gesto. No estaba acostumbrado a que le dijeran que no. Se alejó rápido, hacia la oscuridad. Lo seguí, pero desapareció. ¡Y yo, sola en medio de un parque, sin saber dónde estaba! Menudo lío… Noche cerrada, frío, Madrid desconocido.
Finalmente, recordé que en casa de Carlota había un enorme ficus en la ventana. Con esa pista, y las luces de los edificios, logré encontrar el piso.
Carlota me abrió, medio dormida.
—Te he puesto una cama en la cocina —dijo, secamente—. ¿Dónde te habíais metido? Buenas noches.
Benjamín ya roncaba. A la mañana siguiente, Carlota me ignoró por completo. ¿Qué le habría contado él? Yo, con el billete de tren en mano, tuve que salir pitando. Así, sin explicaciones, me convertí en la mala de la historia.
El enfado de Carlota durEl enfado de Carlota duró veinte años, pero al final, como el buen vino, el tiempo lo curó todo.