TÍO PACO
Mi prima Carmen fue durante mi infancia mi mayor referente. Ella vivía en Madrid, y yo en Toledo. Cada verano, nuestros padres nos enviaban al pueblo con los abuelos. Allí, pasábamos juntas días enteros, inseparables. Eran tiempos de felicidad sin igual.
Todo en Carmen me encantaba: su figura, sus rizos abundantes, su elegancia urbana. Aunque hoy, con la perspectiva de los años, reconozco que no era precisamente una belleza. Las fotos de la época la muestran bajita, rellenita, con rasgos irregulares y una dicción algo torpe. Pero su carisma y alegría eclipsaban cualquier defecto. Los chicos del pueblo la seguían en manadas, como abejas a la miel.
Era líder por naturaleza, imponía su voluntad sin esfuerzo. Todos la obedecían sin rechistar. Carmen era audaz, temeraria, de espíritu inquieto. A veces, su comportamiento me inquietaba. Yo, callada y sumisa, admiraba en secreto su osadía.
Una vez, se apropió de un libro nuevo sobre el oso Winnie. Lo sacó de la biblioteca rural y, al final del verano, se lo llevó a Madrid. Yo temblaba como un flan. ¡Y si se descubría! Solo teníamos ocho años. Para mí, aquel acto era inexplicable. ¡Éramos niñas de honor! Pero, en el fondo, mi corazón infantil se enorgullecía de su atrevimiento. Al final, el abuelo nos obligó a devolverlo, acompañado de un sermón interminable. Y la abuela, con una vara de membrillo, “remarcó” sus palabras. Fuimos castigadas sin postre ese día. Yo pagué por guardar silencio ante lo que la abuela llamó “un crimen imperdonable”:
—¡Niñas, en el pueblo no hay secretos! ¡Aquí todo se sabe! ¡Nietas del maestro, ladronas! ¿Dónde se ha visto?
Fue un escándalo familiar que aún recuerdo.
Carmen nadaba como un pez, saltaba en paracaídas (iba a un club de jóvenes paracaidistas) y se peleaba como los chicos. Cada verano con ella era una aventura. Aunque éramos como el agua y el aceite, éramos uña y carne.
El abuelo, maestro de profesión, nos torturaba cada verano con dictados y redacciones. Yo, perfecta, sin faltas y con letra pulcra. Carmen, un desastre: errores, letras enredadas. Pero a ella le traía sin cuidado. El abuelo se desesperaba:
—¡Cómo puede una nieta mía escribir así!
Carmen se encogía de hombros. La abuela la regañaba:
—Verónica será directora, y tú, Carmen, ¡barrerás calles!
…Los años pasaron, crecimos. Esperábamos con ansias cada verano. En invierno, nos escribíamos cartas llenas de secretos: infantiles primero, de adolescentes después.
Llegó la hora de casarse. Yo lo hice a los diecisiete, sin arrepentirme. Tuve a mi hija a los dieciocho. Estudié ingeniería. Carmen apenas terminó el instituto con justas notas. Entró en una escuela de magisterio, aunque nunca entendí su elección. Con su dicción torpe y sus malas notas… Su madre, tía Lola, tuvo que hacer *regalos estratégicos* para que lograse el título.
Años después, Carmen intentó una tesis doctoral, pero su salud le falló. No me sorprendería si, al jubilarse, la retoma. ¡Eso es carácter!
A los veinte, visité Madrid por un día, principalmente para verla. No nos veíamos hacía años, y quería conocer a su marido, Javier. No pude asistir a su boda, pero jamás imaginé cómo acabaría aquel esperado reencuentro.
Primero fui a casa de tía Lola, quien, entre lágrimas, me habló de Javier:
—Verónica, todos estábamos en contra de este matrimonio. Tenía un buen partido para Carmen. ¡Pero apareció este Javier! ¡Tirano, celoso, mujeriego! Como dicen, más vale sola que mal acompañada. Pero ella, como una hormiga tras el azúcar, lo siguió. ¡Ya verás cómo sufre con él! Estoy segura de que hasta la maltrata. En fin, pronto tendrán un hijo. ¿Qué le vamos a hacer?
Llegué a casa de Carmen preparada por el relato de tía Lola. Estaba embarazada, más guapa que nunca, pero con una tristeza profunda en los ojos. Algunas mujeres se complacen en el papel de mártir.
Al conocer a Javier, entendí a tía Lola. Alto, apuesto, pero de modales brutos. Carmen, mi prima fuerte e independiente, ahora era sumisa, pendiente de cada palabra suya. Él se creía un rey, y ella lo adoraba.
¿La amaba él? Lo dudo. Aunque, justo es decirlo, Javier era un hombre atractivo. “Buen mozo, pero de genio endiablado”. Solo oí órdenes salir de su boca.
Esa noche brindamos con cava por mi visita. Reímos, recordamos travesuras. Decidimos pasear por Madrid. Al regresar, Javier ordenó:
—Carmen, vete a dormir. Verónica y yo daremos otra vuelta.
Protesté, pero su apretón en mi muñeca me silenció. Carmen obedeció sin quejarse.
Caminamos hasta un parque. De pronto, Javier intentó besarme. ¡Qué descaro! ¿El alcohol le había nublado el juicio? Esquivé sus labios con una risa incómoda.
—Volvamos, Javier. Carmen estará sola.
Mi rechazo lo enfureció. Se alejó bruscamente, desapareciendo en la noche. Yo, perdida en un parque extraño, temblando de frío. Por suerte, recordé que en su ventana había un enorme esqueje de potos. Así encontré su casa.
Carmen me abrió, fría:
—Te dejé una cama en la cocina. Buenas noches.
Javier ya roncaba. A la mañana siguiente, Carmen me ignoró. ¿Qué le habría dicho? Con mi billete en mano, escapé a la estación. Me fui sin explicaciones.
Su rencor duró veinte años. Durante ese tiempo, supe por tía Lola que Carmen tuvo un hijo. Intentó divorciarse, pero al final lo evitó. A los treinta, nació su segundo hijo. Hubo una época en que prohibió a tía Lola ver a los nietos, solo porque ella no quiso regalarle un coche a Javier.
La reconciliación llegó cuando tía Lola cedió:
—Para vuestra felicidad. No la hagas sufrir, Javier.
El verano pasado, visité Madrid con mi hija y nieta. Carmen, ahora redondita y con dientes de oro, seguía cuidando su melena como un tesoro. Nos abrazamos con lágrimas. Sus hijos, unos mozos espléndidos, la adoran.
Javier, canoso pero igual de guapo, ahora ordena con cariño. Son la familia perfecta. Carmen, la eterna “tres raspado”, es profesora en un instituto. Y yo, la “sobresaliente”, divorciada dos veces y trabajando como florista.
En aquel picnic, mientras todos esperaban las brochetas, yo me alejé al bosque. Javier me siguió.
—Verónica, perdóname por aquella noche. A mis cincuenta y tres, he entendido que mi familia lo es todo. Mi hijo mayor ya se casó. Esperamos una nieta. Quiero enmendarme. Casarme por la iglesia con Carmen.
Ella apareció de repente:
—¿Qué secretos os contáis?
—Del amor —respondimos al unísono.