«La presión de la convivencia: ¿hasta dónde puedo llegar?»

Tengo veintinueve años. Llevo cinco años casada y tengo dos hijos pequeños, la menor solo tiene tres años y aún no va a la guardería. Cada vez que la llevo, se enferma y pasamos semanas en casa con baja médica. Por eso, mi marido y yo decidimos que, hasta que se fortalezca, me quedaré con ella. Como se suele decir, la casa no se limpia sola, la cena no se prepara automáticamente y los niños no crecen sin más.

Cada día es un pequeño maratón: cocina, colada, juguetes, pañales, rabietas, tareas con el mayor. Les doy todo mi amor y esfuerzo, hora tras hora explicando, enseñando, educando. Por la noche, las piernas me pesan como si hubiera estado trabajando en una obra todo el día.

Pero a mi madre esto no se lo explicas.

A ella, al parecer, le da igual que tenga una familia, responsabilidades e hijos. Llama cada día para echarme la bronca. No pregunta cómo estoy, no se interesa por sus nietos. Solo reproches:
—¿Otra vez todo el día tirada viendo la tele?
—¿Pasando el rato en internet?
—¿Por qué no has venido a verme?
—¿Por qué no me has limpiado la cocina?
—¿Cuándo me traes la compra?

Mi madre vive al otro extremo de Madrid. Con el tráfico, es toda una expedición. Y encima tengo que ir con los dos niños, porque no tengo con quién dejarlos. Para cuando llego, escucho lo “vaga” que soy y lo “poco que hago”, y después de hacer todo en su casa, ya es de noche y no me quedan fuerzas. ¿Y quién limpia en mi casa? ¿Quién da de comer a mis hijos?

Intenté explicarle que es demasiado para mí, que no llego a todo. Pero solo consigo quejas, lloros por teléfono, acusaciones:
—¡Eres una egoísta!
—¡Me encuentro mal y me has abandonado!
—¡Otras madres reciben ayuda, pero tú qué haces?

Pero… ¿dónde está su ayuda? Desde que nacieron mis hijos, ni una sola vez ha venido a pasar un rato con ellos. Nunca me ha dicho:
—Hija, descansa un poco, yo me ocupo.

Cuando volví del hospital tras dar a luz, vino de visita. No con un caldo ni cuidados, sino como una invitada a una fiesta. Apenas podía mantenerme en pie, y ella se sentó esperando a que le sirviera la mesa. Porque, claro, le daba “vergüenza” coger algo de la nevera. Yo, con los puntos recién puestos, arrastrándome por la cocina para no oír después que “esto es un caos y qué mala ama de casa eres”.

Y luego vinieron las quejas:
—La sopa está grasienta.
—Demasiado salada.
—La mesa no está presentable.
—¿Dónde está la vajilla buena?

Desde entonces, nada ha cambiado. No viene. No pregunta por mí. Solo llama para regañarme. Exige que vaya a su casa cada día y lo haga todo. Pero yo no puedo más. No soy de hierro.

Hace unas semanas tuvimos una discusión muy fuerte. No pude más y le dije todo lo que llevaba dentro. Desde entonces, no me llama. Y, ¿sabes qué? Yo tampoco. Y soy feliz.

Por primera vez en años, me siento libre. Tranquila. En silencio. Puedo respirar sin mirar el móvil con miedo a otra llamada suya. Sin sentirme culpable por vivir mi vida.

Si hubiera sabido antes que era tan sencillo, habría discutido con ella hace un año. No tengo por qué mendigar el cariño de quien no me respeta. Eso no es amor. Es control y manipulación.

Ahora lo sé: no tengo que demostrar que merezco ser su hija. Soy una buena madre, esposa y persona. Y si ella no lo ve, el problema es suyo.

Que viva su vida. Yo soy necesaria en mi familia. Y eso es lo único que importa.

La lección es clara: a veces, poner límites no es egoísmo, es supervivencia. Y la paz que llega después vale más que cualquier aprobación.

Rate article
MagistrUm
«La presión de la convivencia: ¿hasta dónde puedo llegar?»