La portera del corazón

En nuestro bloque de nueve plantas, en el centro de Madrid, hace poco llegó una nueva conserje. Cumple su jornada con rigor: barre, recoge la basura y lava el portal siguiendo siempre el mismo horario. No tenemos quejas. Pero

Antes de ella trabajaba una mujer, María del Carmen García, que había convertido el vestíbulo de nuestro edificio en algo parecido a un pequeño salón de honor de una mansión. Cada mañana, antes de que el sol entrara por la puerta principal, extendía un alfombrilla de color pastel sobre el suelo de la entrada. Resultaba un detalle cómico y, a la vez, algo fuera de lugar; sin embargo, nadie se atrevía a quitársela. La alfombra se desgarraba constantemente, pero ella la reemplazaba sin perder la calma, cubriendo con ella los huecos del hormigón y las varillas de acero que sobresalían, evitando que los residentes se cortaran o tropezaran.

Los ventanales de cada una de las nueve plantas estaban adornados con macetas de cerámica, pequeñas estatuillas y curiosas tortugas de juguete. Nunca se acumulaba ni una mota de polvo en esos bordes.

Una tarde, en el sexto piso, llegaron unos jóvenes que vivían a base de cigarrillos, vino y alguna que otra copa de licor fuerte. Transformaron las macetas en ceniceros improvisados, amontonaron botellas de cerveza de bajo precio y aplastaron las estatuillas con sus botas hasta reducirlas a polvo. Los vecinos evitaban pasar cerca de aquel alboroto, temerosos de la reacción impredecible de los jóvenes. Sin embargo, María del Carmen logró entablar amistad con ellos, no sólo preservó sus macetas, sino que, de alguna manera, convenció a los muchachos de trasladar sus riñas a otro lugar. Las ruidosas juntadas en el portal cesaron y, entre las macetas, apareció un discreto cenicero que ella limpiaba y pulía a diario.

Lo más sorprendente de la conserje no era solo su eficaz labor. Llegaba de madrugada, barría los corrales y, tarareando una canción de vieja, lavaba con esmero el ascensor y la barandilla con una solución de alcohol, mucho antes de que la desinfección fuera una obligación sanitaria.

Además, su trato amable con los residentes que, en su afán de encender cigarrillos en los balcones, llenaban el patio trasero de colillas, era ejemplar. Cada día recogía la hierba y los arbustos del jardín, aunque ni siquiera estaba en su descripción de tareas, y conversaba con los fumadores sin reprocharles su hábito. Hablaba de la vida cotidiana y, sin perder la sonrisa, limpiaba los rastros de su desorden. Con el tiempo, las colillas dejaron de cubrir el suelo como una alfombra. Entonces, la conserje, o como ahora la llamamos, la conserje, plantó tulipanes, margaritas y crisantemos bajo las ventanas, formando un pequeño jardín de colores.

Lo que más llamaba la atención era su aspecto fuera del uniforme naranja de trabajo. Siempre llevaba un maquillaje impecable, el cabello recogido con elegancia, tacones adecuados para cualquier clima y ropa en tonos pastel que recordaba a las damas de la alta sociedad. Daba la impresión de que, tras terminar su turno, se dirigía al jardín de una reina inglesa, sólo que le faltaba el sombrero.

Su esposo, José, la esperaba siempre al final del día. Salía del coche, le entregaba una flor diminuta y la besaba en la frente con ternura. Esa rutina nunca faltaba.

A finales de agosto, escuché a las abuelas de la terraza comentar: «Mañana será su último día de trabajo, María del Carmen se jubilará. ¿Qué será de nuestro portal ahora?».

Al día siguiente compré un ramo de flores para ella. Quería hacerle un pequeño gesto de agradecimiento. Cuando llegué al trastero donde guardaba escobas, recogedores y trapos, encontré a varios vecinos reunidos. Algunos llevaban flores, otros trajeron champán y brandy; las mayores cantaban y le entregaban tartas y frascos de encurtidos. De pronto, los jóvenes del sexto piso, los mismos que antes destrozaban sus macetas, aparecieron también. Le mostraron el móvil, le enseñaron a sacarse selfies y, con paciencia, le explicaron cómo usar Instagram y TikTok. Creo que la registraron en esas redes.

El marido de María del Carmen, ligeramente desconcertado, cargó en el maletero del coche flores, botellas de brandy y los dulces que las abuelas habían preparado.

María del Carmen, vestida con un elegante vestido color almendra adornado con una hilera de perlas y con un maquillaje un poco más llamativo de lo habitual, escuchaba todo sin poder evitar que las lágrimas amenazaran con salir.

Quizá comprendía que ninguna otra compañera había sido despedida con tanto cariño.

O quizá, sin buscarlo, sin un objetivo concreto, con su humilde y discreta labor había conseguido que nosotros, simples residentes de un bloque de nueve plantas, fuésemos un poco mejores y más solidarios.

Al fin y al cabo, la verdadera riqueza de una comunidad no se mide en euros ni en lujos, sino en la dedicación silenciosa de quien, sin buscar reconocimiento, cuida cada detalle y deja que el corazón de los vecinos florezca.

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