**El Cuadro Misterioso**
Hoy escribo estas líneas con el corazón inquieto. Me veo obligada a recordar aquel viaje que cambió mi vida, cuando era solo una niña de ocho años. Iba sentada en el asiento trasero del coche, mirando por la ventana con una mezcla de ilusión y nervios. Tenía ese hormigueo en el estómago, como antes de Navidad o de mi cumpleaños. Aunque mi cumpleaños es en diciembre, y esto ocurría en pleno julio.
Al volante, un hombre corpulento y serio. Solo veía su nuca afeitada, que se fundía en un cuello grueso. Aquella nuca me producía rechazo. No giraba la cabeza, como si el peso de su cuerpo se lo impidiera. Por un momento, pensé que era un robot. Me incliné para vislumbrar su rostro.
—¡Siéntate! —gruñó sin mirarme.
Y volví a caer en el asiento. Afuera, los campos, los bosques y los pueblos pasaban como un borrón. Adelantamos a dos ciclistas, un hombre y un chico, que me miraron a través del cristal. Mi ánimo mejoró. Era la primera vez que viajaba a otra ciudad, donde vivirían mis abuelos, a quienes jamás había conocido.
—¿Falta mucho? —pregunté.
—No —respondió mi madre desde delante.
—¿Por qué nunca antes les visitamos?
Ella murmuró algo incomprensible.
—¿Hay un río allí?
—Sí. Hay de todo. Basta de preguntas —su voz sonó cada vez más crispada.
Me callé. Desde que mi padre se había ido, mi madre estallaba por nada. Siempre gritaba. Yo solo quería llegar.
“Serán unas vacaciones”, pensé. Había traído mis juguetes, incluso la mochila del colegio. ¿Para qué necesitaba la mochila en verano? Pero no me atreví a preguntar.
Me recliné y comencé a tararear.
—¡Deja de gemir! —me cortó ella—. Ya es insoportable.
Cerré la boca, enfurruñada.
Al fin entramos en la ciudad. El coche se detuvo frente a una casa de ladrillo de dos plantas.
—Llegamos. Hogar, dulce hogar —dijo mi madre al salir, pero sin alegría.
La casa era vieja, con dos portales. No había parque infantil, solo dos bancos desgastados. El conductor descargó las maletas y también miró la fachada.
Mi madre me ordenó abrir la puerta, de madera desconchada. Subimos al segundo piso. Antes de tocar el timbre, la puerta se abrió sola. Una mujer alta y adusta nos observaba en silencio.
—Pasa, ¿qué esperas? —dijo sin calidez.
Me aferré a mi madre. Un hombre canoso apareció detrás.
—Es tu abuelo Francisco —susurró ella, señalando las maletas.
—Ya lo arreglaremos —contestó mi abuela—. ¿No tomarás ni un té?
—No, el taxi me espera.
Entonces lo entendí. Ella me dejaría allí. La agarré con fuerza.
—¡Mamá, no te vayas! ¡Llévame contigo!
—¿No se lo dijiste? —reprochó la abuela.
Mi madre forcejeó, pero yo no soltaba.
—Vendré por ti —mentía, hasta que me apartó con brusquedad.
Las manos de mi abuela me sujetaron. Grité, pataleé, pero mi madre ya había desaparecido.
—Zoila —me llamó mi abuelo con calma.
Me guio a la habitación. Todo olía a muebles antiguos y a tranquilidad. Tomamos chocolate con churros, los más ricos que probé en mi vida.
Pasaron los años. Septiembre llegó, y mi madre no regresó. Me acostumbré a vivir con mis abuelos. No gritaban, ni discutían.
Ellos me enseñaron todo. A cocinar, a ahorrar. Cuando mi abuela murió, fue la primera vez que vi llorar a mi abuelo.
Un día, me mostró un cuadro feo en la pared, un revoltijo de formas sin sentido.
—Es tú dote —dijo.
—¿Este? —pregunté, confundida.
—No. Debajo hay una reliquia valiosa. Si algo me pasa, véndela a este anticuario —me entregó un papel—. Guárdalo bien.
El tiempo pasó. Terminé mis estudios, trabajé, me casé.
Hasta que un día, en el metro, una mendiga tosió detrás de mí. Reconocí su voz.
¿Era ella? No quise saberlo.
Mi vida siguió. Tuve hijos, un hogar. El pasado quedó atrás.
Perdonar, dicen, es liberarse.
Pero algunas heridas nunca cierran del todo.
Al menos, las buenas memorias permanecen.