La Persona Más Cercana

**La persona más importante**

La vida es una cosa extraña. A veces caminas por ella como si llevaras prisa, sin darte cuenta de lo rápido que cambia todo: los hijos crecen, los amigos se van y tú mismo te haces mayor. Pero hay una constante que nunca cambia: mi mujer, Lucía. No lo entendí enseguida, sino años después, cuando ya no éramos aquellos jóvenes enamorados sin preocupaciones. Ha envejecido, ha cambiado, igual que yo, pero para mí sigue siendo el centro de mi mundo, mi hogar y mi refugio.

Lucía y yo nos casamos hace casi treinta años. Entonces estaba seguro de saber lo que era el amor. Éramos jóvenes, llenos de sueños y planes. Ella era preciosa: pelo castaño largo, chispas en los ojos y una sonrisa que me hacía perder el aliento. Creía que nuestra vida sería como un cuento: construiríamos una casa, tendríamos hijos, viajaríamos y disfrutaríamos cada día. Pero la realidad fue más complicada. El trabajo, las rutinas del hogar, el nacimiento de nuestro hijo Javier, luego de nuestra hija Ana, los problemas económicos, las discusiones… todo nos arrastraba como un remolino. A veces me pillaba pensando que ya ni recordaba por qué seguíamos juntos.

Los años pasaron, y empecé a notar cómo Lucía cambiaba. Su pelo comenzó a encanecer, le aparecieron arrugas en la cara y su figura ya no era la de antes. Se cansaba más, se quejaba a menudo de su salud y su risa, que tanto me gustaba, se escuchaba cada vez menos. Yo, la verdad, tampoco era el mismo. Mi cabello se había vuelto más escaso, me dolía la espalda y la energía que tenía de joven parecía haberse esfumado. Los dos éramos distintos, y a veces sentía que una pared se levantaba entre nosotros. Pero un día comprendí algo: a pesar de todo, Lucía era la única persona sin la que no podía imaginar mi vida.

Esa revelación me llegó de repente. Estábamos en el porche de nuestra casa en Sevilla, tomando café y viendo cómo el atardecer teñía el cielo de tonos rosados y dorados. Lucía hablaba de la vecina, de cómo se había peleado con su marido, y de pronto se calló. Me miró y dijo: «Alejandro, ¿me escuchas alguna vez?». Me reí, ella sacudió la cabeza, pero en sus ojos había ternura. En ese momento entendí que esa tarde tranquila, su voz, su presencia… eso era la felicidad. No grandes palabras ni regalos caros, sino estar juntos, pase lo que pase.

Empecé a recordar nuestra vida. Cómo Lucía me sostuvo la mano cuando perdí el trabajo y no sabía cómo mantener a la familia. Cómo se quedaba despierta con Javier cuando estaba enfermo y cómo lloró de alegría cuando Ana se graduó. Recordé cómo me apoyó cuando murió mi padre y cómo nos reíamos de tonterías, incluso cuando todo iba mal. Ella siempre estuvo ahí, en las buenas y en las malas, de jóvenes y ahora, cuando ya no somos los mismos.

A veces oigo a mis amigos quejarse de sus mujeres. Dicen que ya «no son las de antes», que están hartos de sus manías o sus reproches. Yo callo, porque no quiero discutir, pero pienso: no entienden lo esencial. Tu mujer no es solo alguien con quien compartes casa. Es quien te conoce mejor que nadie, quien te ha visto en tus peores momentos y aun así sigue a tu lado. Lucía sabe que ronco por las noches, que odio la morcilla y que a veces me encierro en mí mismo cuando estoy agobiado. Y yo sé que le tiene miedo a los truenos, que adora las margaritas y que siempre llora con las telenovelas. No somos perfectos, pero somos un equipo.

Ahora que nuestros hijos viven sus propias vidas, Lucía y yo estamos solos. Javier se mudó a Barcelona, donde trabaja como ingeniero, y Ana se casó y pronto nos hará abuelos. Estamos orgullosos, aunque a veces echo de menos esos días en que la casa resonaba con sus risas. Lucía también lo echa de menos, se lo veo en la mirada. Pero en vez de entristecerse, piensa en cómo decorar la habitación del bebé y ya está tejiendo unos calcetines diminutos. La miro y pienso: qué maravillosa es.

No hablamos mucho del amor. Quizá porque las palabras ya no importan tanto. El amor es cuando le preparo el café por las mañanas, porque sé que le gusta empezar el día así. Cuando me tapa con una manta si me quedo dormido en el sillón. Son nuestros paseos por el parque, en silencio, pero sintiéndonos cerca. Es su mano en la mía cuando caminamos por la calle y su sonrisa, que todavía me hace latir el corazón.

No sé cuántos años nos quedan a Lucía y a mí. La vida es impredecible, y prefiero no pensar en lo triste. Pero sé una cosa: mientras ella esté aquí, estoy en casa. Es mi hogar, mi puerto seguro, la persona más importante. Y si pudiera volver atrás, la elegiría otra vez, con sus arrugas, sus canas y todo lo que la hace ser mi Lucía. Porque no hay nadie como ella.

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