**La Persona Más Cercana**
La vida es algo extraño. A veces caminas por ella sin darte cuenta de lo rápido que cambia todo a tu alrededor: los niños crecen, los amigos se van y tú mismo envejeces. Pero hay una constante que nunca varía: mi mujer, Clara. No lo entendí de inmediato, sino años después, cuando ya no éramos aquellos jóvenes enamorados libres de preocupaciones. Ella ha envejecido, ha cambiado, como yo, pero para mí sigue siendo el centro de mi mundo, mi hogar y mi refugio.
Nos casamos hace casi treinta años. Entonces estaba seguro de saber lo que era el amor. Éramos jóvenes, llenos de sueños y planes. Ella era hermosa: pelo castaño largo, chispas en los ojos y una sonrisa que me hacía perder el aliento. Pensé que nuestra vida sería un cuento: construiríamos una casa, tendríamos hijos, viajaríamos y disfrutaríamos cada día. Pero la realidad fue más dura. El trabajo, las rutinas, el nacimiento de nuestro hijo Jorge y luego de nuestra hija Lucía, los problemas económicos, las discusiones… todo nos arrastraba como un remolino. A veces me pillaba pensando que ya no recordaba por qué estábamos juntos.
Los años pasaron y empecé a notar cómo Clara cambiaba. Su pelo comenzó a encanecer, le aparecieron arrugas y su figura ya no era la de antes. Se cansaba más, se quejaba de su salud y su risa, que tanto amaba, sonaba cada vez menos. Yo, para ser sincero, tampoco era el mismo. Mi pelo escaseaba, la espalda me dolía y la energía que antes me sobraba se había esfumado. Los dos éramos distintos, y a veces sentía que un muro crecía entre nosotros. Hasta que un día comprendí: a pesar de todo, Clara era la única persona sin la que no podía imaginarme la vida.
Esa revelación llegó sin aviso. Estábamos en el porche de nuestra casa en Valencia, tomando café mientras el atardecer teñía el cielo de rosa y oro. Clara hablaba de una vecina que había discutido con su marido, y de repente calló. Me miró y dijo: «¿Alguna vez escuchas lo que digo, Javier?». Me reí, ella negó con la cabeza, pero en sus ojos había calidez. En ese instante entendí que aquella tarde sencilla, su voz, su presencia, eran la felicidad. No las palabras grandilocuentes, ni los regalos caros, sino esto: nosotros dos, juntos, a pesar de todo.
Empecé a recordar nuestra vida. Cómo Clara me sostuvo la mano cuando perdí el trabajo y no sabía cómo alimentar a la familia. Las noches que pasó en vela con Jorge cuando estaba enfermo. Cómo lloró de alegría cuando Lucía se graduó. Me acordé de su apoyo cuando murió mi padre y de cómo reíamos juntos de tonterías, incluso cuando todo iba mal. Ella siempre estuvo ahí: en la alegría y en el dolor, en la juventud y ahora, cuando ya no somos los mismos.
A veces oigo a mis amigos quejarse de sus esposas. Dicen que ya no son como antes, que están hartos de sus caprichos o sus reproches. Yo callo, pero pienso: no entienden lo esencial. Una esposa no es solo alguien con quien compartes casa. Es quien te conoce mejor que nadie, quien te ha visto en tus peores momentos y aun así se ha quedado. Clara sabe que ronco por las noches, que odio la morcilla y que a veces me encierro en mí mismo cuando estoy mal. Y yo sé que le teme a las tormentas, adora las margaritas y siempre llora con las películas cursis. No somos perfectos, pero somos un equipo.
Ahora que nuestros hijos viven sus propias vidas, Clara y yo estamos solos. Jorge se mudó a Barcelona, donde trabaja como ingeniero, y Lucía se casó y pronto nos dará un nieto. Estamos orgullosos, pero a veces echo de menos aquellos días en que la casa resonaba con risas infantiles. Clara también lo extraña, lo veo en su mirada. Pero en vez de entristecerse, ya planea cómo decorar la habitación del bebé y ha empezado a tejer pequeños patucos. La observo y pienso: qué mujer tan increíble tengo.
No hablamos mucho del amor. Quizá porque las palabras ya no importan tanto. El amor es cuando le preparo el café por las mañanas porque sé que le gusta empezar el día así. Cuando me cubre con una manta si me duermo en el sillón. Son nuestros paseos por el parque, donde callamos pero nos sentimos. Es su mano en la mía al caminar por la calle, y su sonrisa, que todavía acelera mi corazón.
No sé cuántos años nos quedan. La vida es impredecible, y trato de no pensar en lo malo. Pero sé una cosa: mientras ella esté aquí, estoy en casa. Es mi hogar, mi puerto, mi persona más cercana. Y si pudiera volver atrás, la elegiría otra vez, con sus arrugas, sus canas y todo lo que la hace ser mi Clara. Porque no hay nadie más importante que ella.