La persona más importante
La vida es una cosa extraña. A veces caminas por ella como Santiago, sin darte cuenta de lo rápido que cambia todo a tu alrededor: los hijos crecen, los amigos se van y tú mismo envejeces. Pero hay una constante que permanece inmutable: mi esposa, Carmen. No lo entendí de inmediato, sino años después, cuando ambos dejamos de ser aquellos jóvenes enamorados y despreocupados que fuimos una vez. Ella ha envejecido, ha cambiado, como yo, pero para mí sigue siendo el centro de mi mundo, mi hogar y mi refugio.
Carmen y yo nos casamos hace casi treinta años. Entonces creía saber lo que era el amor. Éramos jóvenes, llenos de sueños y planes. Ella era tan hermosa, con su melena castaña, chispas en los ojos y una sonrisa que me robaba el aliento. Pensé que nuestra vida sería un cuento de hadas: construiríamos una casa, tendríamos hijos, viajaríamos y disfrutaríamos cada día. Pero la realidad fue más dura. El trabajo, la rutina, el nacimiento de nuestro hijo Alejandro, luego de nuestra hija Lucía, las dificultades económicas, las peleas… todo nos arrastraba como un remolino. A veces me sorprendía pensando que ya no recordaba por qué estábamos juntos.
Los años pasaron y empecé a notar cómo Carmen cambiaba. Su cabello comenzó a encanecer, las arrugas aparecieron en su rostro y su figura ya no era la de antes. Se cansaba más, se quejaba a menudo de su salud, y su risa, que tanto amaba, se escuchaba cada vez menos. Yo, lo admito, tampoco era el mismo. Mi cabello se hacía más fino, la espalda me dolía y la energía que antes me sobraba se había esfumado. Los dos éramos diferentes, y a veces sentía que un muro crecía entre nosotros. Pero un día comprendí que, a pesar de todo, Carmen era la única persona sin la cual no podía imaginar mi vida.
Ese momento de comprensión llegó sin avisar. Estábamos sentados en el porche de nuestra casa en Sevilla, tomando café mientras el atardecer pintaba el cielo de tonos rosados y dorados. Carmen hablaba de una vecina, de cómo había discutido con su marido, y de repente guardó silencio. Me miró y dijo: «Javier, ¿me escuchas alguna vez?». Me reí, y ella sacudió la cabeza, pero en sus ojos había calidez. En ese instante supe que esa tarde sencilla, su voz, su presencia… eso era la felicidad. No grandes palabras, ni regalos caros, sino nosotros dos, juntos, a pesar de todo.
Empecé a recordar nuestra vida: cómo Carmen me sostuvo la mano cuando perdí el trabajo y no sabía cómo alimentar a la familia; cómo pasaba las noches en vela cuidando a Alejandro cuando enfermaba; cómo lloró de alegría cuando Lucía obtuvo su título. Recordé su apoyo cuando murió mi padre y cómo reíamos juntos de tonterías, incluso cuando todo iba mal. Siempre estuvo ahí, en las buenas y en las malas, en la juventud y ahora, cuando ya no somos los mismos.
A veces oigo a mis amigos quejarse de sus esposas. Dicen que «ya no son las de antes», que están hartos de sus caprichos o reproches. Yo callo, porque no quiero discutir, pero en el fondo pienso: no entienden lo esencial. Una esposa no es solo alguien con quien compartes casa. Es quien te conoce mejor que nadie, quien te ha visto en tus peores momentos y aun así se ha quedado. Carmen sabe que ronco por las noches, que odio la morcilla y que a veces me encierro en mí mismo cuando estoy abrumado. Y yo sé que le teme a las tormentas, que adora los girasoles y que siempre llora con las telenovelas. No somos perfectos, pero somos un equipo.
Ahora que nuestros hijos han crecido y viven sus propias vidas, estamos solos. Alejandro se mudó a Barcelona, donde trabaja como ingeniero, y Lucía se casó y pronto nos dará un nieto. Estamos orgullosos, pero a veces echo de menos aquellos días en que la casa retumbaba de risas infantiles. Carmen también lo extraña; lo veo en sus ojos. Pero en lugar de entristecerse, piensa en cómo decorar la habitación del bebé y ya teje pequeños patucos. La miro y pienso: qué mujer tan extraordinaria tengo.
No hablamos mucho de amor. Quizá porque las palabras ya no importan tanto. El amor es cuando le preparo el café por las mañanas porque sé que así le gusta empezar el día. Es cuando me cubre con una manta si me quedo dormido en el sillón. Son nuestros paseos por el parque, donde callamos pero nos sentimos. Es su mano en la mía al caminar por la calle, y su sonrisa, que todavía acelera mi corazón.
No sé cuántos años nos quedan. La vida es impredecible, y trato de no pensar en lo malo. Pero sí sé una cosa: mientras ella esté aquí, estaré en casa. Es mi lumbre, mi puerto, la persona más importante. Y si pudiera volver atrás, la elegiría de nuevo, con sus arrugas, sus canas y todo lo que la hace ser mi Carmen. Porque no hay nadie más importante que ella.