Las calles oscuras de Valladolid acompañaban a Alejandro camino a casa después de un largo día de trabajo. Caminaba absorto en sus pensamientos, pero una angustia le oprimía el pecho. Las ventanas de su piso en el cuarto piso estaban a oscuras. «¿Dónde andará esta vez?», cruzó por su mente. Al entrar, el silencio del hogar vacío le golpeó los nervios. Apenas se había quitado los zapatos cuando sonó el timbre. La vecina, con el rostro desencajado, pronunció las palabras que le cambiarían la vida: «Se han llevado a tu mujer, Carmen, en una ambulancia». Alejandro se quedó paralizado, incapaz de creer lo que escuchaba. Su existencia, llena de errores y oportunidades perdidas, se derrumbó en un instante, dejando solo dolor y remordimiento.
Ese pensamiento lo había sacudido como un rayo mientras caminaba. Se detuvo, sintiendo que el suelo cedía bajo sus pies. «¿Cómo pude estar tan ciego?», pensó con una mueca amarga. Todo había sido tan obvio, y sin embargo, no lo vio. En casa le esperaba Carmen, la mujer que una vez amó pero dejó de valorar. Se imaginó el encuentro: ella, como siempre, soltaría un frío «¿Ya llegaste?» y se marcharía a la cocina sin mirarlo. «¿Cenarás?», preguntaría con una voz carente de calor.
Antes, Carmen cocinaba con amor: preparaba empanadas, buscaba recetas nuevas, envasaba conservas. Pero en los últimos años todo cambió. Para los hijos, cuando venían, seguía esforzándose, pero para él, ni un gesto de cariño. Sus platos ya no sabían igual, como si los hiciera por obligación. Cuando perdía la paciencia, Alejandro freía patatas o preparaba croquetas, en silencio, sin reproches. Ella comía, pero nunca daba las gracias. Su indiferencia lo consumía, pero él callaba para evitar discusiones.
Hubo un tiempo en que Carmen era diferente. Su ternura, sus cuidados, sus abrazos cálidos reconfortaban su alma. Podía acurrucarse junto a él y quedarse quieta, como compartiendo el calor de su corazón. Pero esos momentos quedaron atrás. Ahora sus atenciones parecían mecánicas, una obligación que detestaba. ¿Cuándo empezó? ¿Cuando él salía con los amigos mientras ella esperaba en casa? ¿O cuando no fue a recogerla del hospital tras el nacimiento del hijo menor porque «estaba celebrando con los compañeros»? «Qué más da, ¡era una fiesta!», pensó entonces. Pero la mirada de dolor en sus ojos aún la recordaba.
Carmen se transformó. Se volvió callada, distante. Se ofendía por sus comentarios, se encerraba en la habitación como evitándolo. Alejandro se enfurecía: «¿Qué importa? ¡Dije la verdad! ¡Tengo derecho!», pero su silencio era peor que un grito. Cuando venían los hijos, revivía: cocinaba, sonreía, se movía. Con él, otra vez el muro. «¿A quién engaña?», se preguntaba. La vida pasaba, y su matrimonio era solo una formalidad vacía.
Hacía tiempo que Alejandro no salía. Trabajaba como ingeniero, ganaba bien, no miraba a otras mujeres. Pero a Carmen parecía darle igual. Ella también ganaba lo suyo, era independiente, atrevida. ¿Por qué no se iba? ¿Por los hijos? Ya eran adultos. No la entendía. Una vez intentó comprenderla, pero al final se rindió: «Si quiere vivir así, allá ella». Pero en el fondo anhelaba una vida normal, una esposa que lo recibiera con alegría y lo despidiera con nostalgia. Un amor que ya no existía.
Y ahora este pensamiento: ella no lo amaba. Quizás nunca lo hizo. Recordó cómo se sorprendía de que una mujer tan inteligente y culta lo hubiera elegido a él. Tal vez solo era el momento, y él, alto y apuesto, la opción más conveniente. «Sabía que los hijos saldrían guapos», pensó con amargura.
Entró en el piso oscuro, y el silencio lo ensordeció. «¿Dónde está?», la angustia crecía. Tocaron el timbre. La vecina, mirando al suelo, dijo:
—Alejandro, se llevaron a Carmen en una ambulancia hace una hora…
Corrió por las calles, ahogándose en lágrimas. Por primera vez en su vida, rezó:
—Dios mío, ¡no te la lleves! ¿Cómo viviré sin ella? ¡Por favor, sálvala! Si sobrevive, lo arreglaré todo, ¡lo juro! Iré a la iglesia, al monasterio… ¡solo déjala vivir!
Pero no volvería a verla con vida. En el hospital le dijeron que su corazón se detuvo en la ambulancia. El mundo se le vino abajo. Durante días, vagó como en una niebla. Los hijos, los amigos, los familiares hablaban, pero él no escuchaba. Solo oía un latido en su cabeza: «No pedí perdón».
Ahora Alejandro vive solo. Los hijos lo invitaron a mudarse, pero se negó. Va a menudo a la iglesia cercana. Entre el silencio y el aroma a incienso, siente que Carmen está cerca. Las paredes del templo, como vivas, comprenden su dolor. Mira los santos y susurra: «Perdóname por no valorarte». Pero no hay respuesta, solo el silencio, su único compañero ahora.