*Diario Personal*
Noche fría en Madrid. Alguien llamó a la puerta. Era el agente de policía del barrio, con su tono cansado pero firme.
—Buenas noches, vecinos. La señora del piso de abajo ha denunciado ruidos y gritos en su casa —dijo, mirándonos con esa expresión que ya conocía demasiado bien—. ¿Puedo pasar?
—Claro —contesté con un hilo de voz mientras sostenía a Lucas entre mis brazos—. Es solo que el niño está alterado.
Mentira. No temblaba por la policía, sino por los golpes de Adrián. Esta vez fue porque tiré su whisky por el váter. Cuando lo descubrió, se puso hecho una furia:
—¡Yo soy el hombre aquí y tengo derecho a relajarme después de currar! Tú en casa, descansando en tu baja maternal, mientras yo me parto el lomo en la obra. ¡Ve a comprarme otra botella!
—No iré —le dije, apretando a Lucas contra mí—. Cada día llegas borracho, el niño ya te tiene miedo. ¡Solo tiene un año y ya ha visto demasiado! Basta ya, Adrián.
Los gritos de Lucas se mezclaron con los insultos. La vecina de abajo, Doña Carmen, escuchó el escándalo y, como siempre, hizo lo que mejor sabía hacer: llamar a la policía.
Doña Carmen era… especial. No es que los vecinos la evitaran; directamente la odiaban. Denunciaba a todo el mundo: al ayuntamiento, a la comunidad de vecinos, hasta a servicios sociales. Nunca faltaba una queja en su boca.
—La madre del niño del quinto no lo alimenta —decía al teléfono con voz de ultratumba—. Está flaco como un alambre y va hecho un mendigo. Deberían investigar, porque esa mujer siempre anda sonriente, como si no tuviera preocupaciones.
Los de servicios sociales acabaron apareciendo en casa de la pobre madre, solo para descubrir que el niño estaba a dieta por recomendación médica. Pero Doña Carmen no sabía eso. No hablaba con nadie.
Los más viejos del edificio contaban que, hace años, unos ladrones entraron en su casa. Desde entonces, desconfiaba de todos, convencida de que algún vecino les había chivado que ella y su marido tenían ahorros para comprar un coche. Su marido murió defendiendo lo poco que tenían, y ella nunca se recuperó. Pero los jóvenes del edificio no sabían esa historia.
—¡Recoge los mierdas de tu perro! —le gritó una noche a un chaval que paseaba a su mastín—. ¡O te arrepentirás!
—Si tanto te molesta, recógelas tú, bruja —le espetó el muchacho.
El perro gruñó, tirando de la correa hacia ella. Doña Carmen retrocedió, pero esa noche sembró su venganza: a la mañana siguiente, el joven encontró un «regalo» en su puerta… justo cuando pisó con sus nuevas zapatillas blancas.
—¡Me cago en…! —rugió mientras limpiaba el desastre.
Doña Carmen sonreía tras sus cortinas impecables. Desde entonces, las aceras del barrio estuvieron limpias.
El policía suspiró, mirando a Lucas, que seguía llorando en su cuna.
—No ha pasado nada —farfulló Adrián—. Solo estaba viendo el fútbol y me emocioné.
Yo asentí, temblando. Sabía que si no respaldaba su mentira, luego pagaría caro. El agente me miró, como si lo supiera todo, pero sin mi denuncia, sus manos estaban atadas.
—La próxima vez será multa —dijo antes de irse—. Y pidan perdón a su vecina. Es una ciudadana ejemplar, siempre alerta.
—Ya lo creo —masculló Adrián, conteniendo la ira.
En cuanto la puerta se cerró, me agarró del brazo:
—La próxima vez te rompo la cara sin hacer ruido.
Me quedé abrazando a Lucas, maldiciendo el día en que me enamoré de Adrián. Mis amigas me lo advirtieron:
—No es para ti, Marina. Tú eres alegre, y él… tiene mirada de lobo.
Pero yo no escuché.
—Es fuerte y valiente —decía—, me defendió una vez en la calle.
Pronto mostró su verdadero rostro: celos, ira, humillaciones. Todo lo justificaba con su cansancio, hasta que entendí que solo me quería por mi piso, por mi sueldo.
—¿Esto es planchar? —bramaba—. ¡Tienes las manos torcidas!
—Es que Lucas no me deja ni respirar —me quejé, esperando compasión.
Pero Adrián no sabía de eso. Todo era mi culpa: la sopa muy caliente, la cena fría, el niño que lloraba.
—Antes parían en el campo y seguían trabajando —espetaba—. Vosotras sois unas blandas.
Un día, mis compañeras de trabajo vinieron a visitarme. Trajeron regalos, risas… y preguntas incómodas.
—No tardes en volver —me dijo mi jefa—. El niño puede ir a la guardería. ¿Está todo bien en casa?
Asentí, sin contar que mi vida era un infierno.
Cuando Adrián llegó, ni siquiera saludó. Mis amigas se fueron, incómodas.
—Que no vuelvan —gruñó—. Especialmente ese baboso de Jorge.
—Solo es un compañero —protesté.
—¡Claro! ¡Igual que Lucas no es mío! —gritó, enloquecido—. ¡Lárgate de mi casa!
—¡Es MI casa! —grité, abrazando a Lucas—. ¡Es de noche!
—¡Fuera! —rugió, blandiendo un cuchillo.
Salí corriendo, en pijama y descalza. Golpeé la puerta, rogando.
—¿Dónde está el padre de tu hijo? ¡Ahí te quedas! —escupió desde dentro.
Doña Carmen apareció en la escalera.
—Ven conmigo —ordenó—. No voy a dejar que el niño se enferme.
Su piso olía a limpio, a pasado. Fotos de su difunto marido llenaban las paredes.
—Con mi Pepe viví feliz —susurró—. No como vosotros. ¿Te echó?
—¿Cómo lo sabe?
—Las paredes oyen. Y él grita más que un vendedor ambulante.
Arriba, Adrián golpeaba puertas, buscándonos. Nunca llamó a la de Doña Carmen.
Pasaron dos días. Me prestó ropa, compró pañales para Lucas… hasta que el policía vino con noticias: Adrián estaba detenido por agredir a Jorge.
—Bien hecho —dijo Doña Carmen—. Ayúdala a cambiar la cerradura.
El cerrajero abrió la puerta. Era un nuevo comienzo.
—Haz lo que tengas que hacer —me dijo Doña Carmen—. Yo cuidaré al niño.
Me divorcié. Volví al trabajo. Y, contra todo pronóstico, Doña Carmen se quedó a mi lado. Lucas empezó a llamarla «yaya».
Ahora los vecinos ya no la llamaban «la bruja del bajo». Decían:
—Nuestra tía Carmen…