La odiamos en cuanto cruzó el umbral de nuestra casa.
Rizada, alta, delgada.
Su blusa no estaba mal, pero sus manos no se parecían a las de mamá. Los dedos eran más cortos y gruesos, y los mantenía entrelazados. Sus piernas eran más delgadas que las de mamá, pero los pies más largos.
Mi hermano Valerito y yo, él con siete años y yo con nueve, la fulminábamos con la mirada.
¡Larga como un día sin pan, y desde luego, nada de “Mili”!
Papá notó nuestro desprecio y chistó: —¡Compórtense! ¿Qué modales son estos?
—¿Va a estar mucho tiempo con nosotros? —preguntó Valerito con tono caprichoso. Él podía permitírselo. Era pequeño y, además, niño.
—Para siempre —respondió papá.
Se notaba que empezaba a irritarse. Si perdía los estribos, nos iría mal. Mejor no provocarlo.
Una hora después, Mili se disponía a marcharse. Se calzó y, al salir, Valerito logró ponerle la zancadilla.
Por poco se estrella contra el rellano.
Papá se alarmó: —¿Qué ha pasado?
—Me tropecé con los zapatos —dijo ella, sin mirar a Valerito.
—Está todo desordenado. ¡Lo arreglaré! —se apresuró a prometer él.
Y entonces lo entendimos. La quería.
No logramos sacarla de nuestras vidas, por mucho que lo intentamos.
Una vez, cuando Mili estaba en casa sin papá, ante otro de nuestros comportamientos reprochables, nos dijo con voz serena:
—Vuestra madre murió. Es triste, pero así es la vida. Ahora está en el cielo, viéndolo todo. Y no creo que le guste cómo os portáis. Sabe que lo hacéis por rebeldía. Así no se honra su memoria.
Nos quedamos helados.
—Valerito, Susi, ¡sois buenos chicos! ¿Así se cuida el recuerdo de una madre? Las acciones dicen más que las palabras. No me creo que seáis siempre tan ariscos como erizos.
Poco a poco, con esas charlas, nos quitó las ganas de portarnos mal.
Una vez la ayudé a guardar la compra. ¡Cómo me elogió Mili! Me acarició la espalda.
Sí, sus dedos no eran los de mamá, pero… igualmente, se agradecía.
Valerito se puso celoso y colocó bien las tazas recién lavadas. Mili también lo alabó.
Luego, esa noche, le contó a papá con entusiasmo lo buenos ayudantes que éramos. Él se alegró mucho.
Su presencia nos costaba asimilarla. Queríamos abrirle el corazón, pero no salía.
¡No era mamá, y punto!
Al año, ya no recordábamos la vida sin ella. Y tras un suceso, nos enamoramos perdidamente de Mili, igual que papá.
…Valerito lo pasaba mal en primero de la ESO. Un chico, Juanito Ramírez, lo acosaba. Era callado y reservado, pero Juanito, igual de alto pero más descarado, lo había elegido como blanco.
La familia de Juanito estaba intacta, y él se sentía protegido por su padre, quien le decía: “Eres un hombre, pega primero. No esperes a que te aplasten”. Así que Ramírez encontró en Valerito un blanco fácil.
Mi hermano volvía a casa sin contarme nada, su propia hermana. Esperaba que las cosas se solucionaran solas. Pero el acoso empeora si no se frena.
Juanito ya le pegaba abiertamente. Cada vez que pasaba, le daba un golpe en el hombro.
Logré sacarle la verdad cuando vi los moratones. Él creía que los hombres no debían cargar sus problemas a las hermanas, aunque fueran mayores.
No sabíamos que Mili estaba tras la puerta, escuchando.
Valerito me suplicó que no le dijera nada a papá, pues sería peor.
También me rogó que no fuera a arañarle la cara a Juanito. ¡Pero qué ganas tenía! ¡Habría matado por mi hermano!
Tampoco convenía avisar a papá. Se enfrentaría al padre de Juanito, y eso podía acabar mal…
Al día siguiente, viernes, Mili nos acompañó al colegio como si fuera de compras, y en secreto me pidió que señalara a Juanito.
Señalé. ¡Que se jodiera el cabrón!
Lo que siguió fue glorioso.
En clase de lengua, Mili asomó la cabeza, peinada y arreglada, y con voz dulce pidió a Juanito Ramírez que saliera, pues tenía un asunto con él.
La profesora accedió, sin sospechar. El chaval salió tranquilo, creyendo que era por los claveles para los héroes de guerra.
Mili lo agarró del cuello, lo levantó del suelo y le espetó:
—¿Qué quieres de mi hijo?
—¿D-de qué hijo? —balbuceó él.
—¡De Valerio Robles!
—N-nada…
—¡Pues que siga así! Porque si vuelves a tocarlo, acercarte o mirarlo mal, te reviento, gusano.
—Señora, suélteme —chilló Juanito—. ¡No lo haré más!
—¡Largo! —lo soltó—. Y si cuentas algo, meteré a tu padre en la cárcel por criar un delincuente. ¿Entendido? A la profesora le dirás que soy tu vecina, que te pedí las llaves. ¡Y luego pides perdón a Valerio! Yo misma me aseguraré…
Juanito entró temblando, arreglándose el uniforme. Farfulló lo de la vecina.
…Jamás volvió a molestar a Valerito. Lo evitaba por completo. Ese mismo día se disculpó. Breve, cortante, nervioso, pero lo hizo.
—No le digáis a vuestro padre —nos pidió Mili. Pero no pudimos resistirnos. Se lo contamos todo.
Quedó admirado.
Con el tiempo, ella también me encarriló a mí.
A los dieciséis me enamoré como una tonta, cegada por las hormonas, deseando lo prohibido.
¡Qué vergüenza recordarlo! En fin, os lo cuento. Me lié con un pianista borracho y sin trabajo, ignorando lo obvio. Me llenaba los oídos vírgenes de que era su musa, y yo me derretía en sus manos como cera. Era mi primer romance.
Pues bien, mamá fue a verlo y le hizo dos preguntas: “¿Estás sobrio alguna vez? ¿Y con qué vamos a vivir?”.
Si tenía un plan de vida decente, consideraría nuestro amor. Siempre que el pianista se hiciera cargo de mi sustento. Porque un piso lleno de humo no bastaba como prueba de seriedad.
Él era cinco años menor que Mili y veinticinco mayor que yo. No se mordió la lengua con él.
No repetiré sus respuestas, pero jamás me sentí tan avergonzada. Sobre todo cuando Mili me dijo: “Pensé que eras más lista”.
Ahí acabó mi historia de amor, sórdida y fea. Pero ni el pianista ni papá acabaron en la cárcel. Mili intervino a tiempo…
Han pasado muchos años. Valerito y yo tenemos familias donde reinan el amor, el respeto y la honestidad, aunque a veces cueste. Y todo gracias a Mili.
No hay mujer en el mundo que haya hecho más por nosotros. Papá es feliz a su lado, cuidado y amado.
Hubo una tragedia en su pasado. Ni Valerito ni lo sabíamos. Papá no nos lo contó.
…Mili se enamoró de nuestro padre y dejó a su marido. Antes tuvo un hijo, pero murió por culpa de su esposo. Nunca pudo perdonarlo.
Nos gusta pensar que aliviamos un poco su dolor. En cualquier caso, nadie ha menospreciado su papel en nuestras vidas.
TY hoy, cuando nos reunimos todos en torno a ella, no hay mayor alegría que verla sonreír, sabiendo que, aunque no nos dio la vida, nos enseñó a vivirla.