La nueva esposa de papá
Laura sostenía en sus manos la invitación de boda sin poder creer lo que veía. Las letras doradas sobre el papel marfil anunciaban el matrimonio de su padre, Víctor Méndez, con una tal Inés Valverde. La fecha era dentro de una semana.
—En una semana —murmuró, dándole la vuelta a la tarjeta—. Ni siquiera tuvo la decencia de avisarnos con tiempo.
El teléfono sonó, interrumpiendo sus pensamientos. En la pantalla aparecía el nombre de su hermana pequeña, Sandra.
—Lau, ¿has recibido esa… invitación? —la voz de su hermana sonaba perdida.
—Sí. ¿Sabías algo de esto?
—¡Nada! ¡Absolutamente nada! Pensaba que papá solo salía con alguien, pero ¡de repente, boda!
Laura fue a la cocina y puso la tetera. Afuera, una llovizna fina caía, y su ánimo estaba igual de gris y apagado.
—San, ¿la has visto alguna vez? ¿A esa Inés?
—Una vez, de casualidad. Salían de una cafetería y yo pasaba por ahí. Joven, unos treinta y cinco años como mucho. Rubia teñida, llena de joyas y abrigos de piel.
Laura no pudo evitar hacer una mueca. Su padre tenía sesenta y ocho años. Más de treinta años de diferencia.
—¿Será por el dinero? —sugirió Sandra—. ¿Recuerdas que papá dijo que había vendido el chalet? Y luego está el piso de dos habitaciones en el centro.
—No sé —suspiró Laura—. Tenemos que ir a hablar con él.
—Vamos juntas. Mañana salgo antes del trabajo.
Al día siguiente, las hermanas se encontraron frente al edificio donde vivía su padre. Víctor se había mudado hacía poco después de vender el piso de tres habitaciones donde ellas crecieron. Entonces dijo que era para estar más cerca del centro, pero ahora Laura sospechaba otros motivos.
—¡Mis niñas! —su padre las recibió con los brazos abiertos—. ¡Qué bien que hayáis venido! Os presentaré a Inesita.
Se veía rejuvenecido, feliz. Corte de pelo nuevo, camisa moderna, hasta caminaba con más energía.
—Papá, necesitamos hablar —dijo Laura, seria.
—Claro, claro. Inés está preparando la cena. Cocina maravillosamente, ya veréis.
Desde la cocina llegaban ruidos de platos y una voz femenina tarareando. Su padre las guió al salón y las hizo sentar en el sofá.
—Mis queridas hijas, estoy tan feliz de que conozcáis a Inés. Es una mujer increíble, dulce, cariñosa. No pensé que a mi edad podría enamorarme otra vez.
Laura y Sandra se miraron. La palabra “enamorarse” sonaba rara en boca de un hombre de casi setenta años.
—Papá —empezó Sandra—, ¿cuánto hace que se conocen?
—Cuatro meses. Nos conocimos en la consulta del cardiólogo. La madre de Inés estaba hospitalizada, y ella estaba muy preocupada. La consolé, la acompañé a casa…
—¿Cuatro meses y ya boda? —saltó Laura—. ¿No es demasiado pronto?
—A nuestra edad no hay tiempo que perder —frunció el cejo su padre—. Ya no somos niños, sabemos lo que queremos.
En ese momento, entró una mujer al salón, y Laura supo al instante que Sandra tenía razón. Inés no aparentaba más de treinta y cinco. Alta, delgada, melena rubia miel y maquillaje llamativo. Vestía un ajustado vestido y llevaba más joyas de las necesarias.
—¡Chicas, conoced a mi Inesita! —su padre saltó del sillón—. Esta es mi prometida. Y estas son mis hijas, Laura y Sandra.
—Encantada —Inés les tendió la mano, con uñas largas y pintadas—. ¡Víctor habla mucho de vosotras!
Tenía una voz melodiosa, pero a Laura le molestó ese tono empalagoso.
—La cena está lista —anunció Inés—. Vamos al comedor.
En la cocina, la mesa estaba puesta como para una celebración. Vajilla cara que Laura no recordaba en casa de su padre, velas, flores. Todo bonito, pero artificial.
—Inesita, cuéntales un poco de ti —pidió su padre, sirviendo vino.
—¿De mí? —rió Inés—. Poca cosa. Trabajo en un salón de belleza, soy manicurista. Vivo sola, sin hijos. Estuve casada, pero mi ex era… complicado.
—¿Complicado? —preguntó Sandra.
—Bebía, levantaba la mano. Me tuve que divorciar. Desarrollé miedo a comprometerme… hasta que conocí a vuestro padre.
Inés miró a Víctor con tal devoción que Laura se estremeció.
—¿Y tus padres? —siguió indagando Sandra.
—Mi madre vive. Mi padre murió hace años. Mi madre está enferma, la cuido. Víctor me ayuda mucho, incluso con el dinero de las medicinas. ¡Es tan bueno!
Su padre brilló de orgullo.
—Papá —Laura no aguantó más—, ¿podemos hablar un momento a solas?
Salieron al pasillo. Inés se quedó recogiendo la mesa.
—¿Qué queréis decirme? —su padre se puso a la defensiva.
—Papá, ¿te das cuenta de que es joven? Tiene mi edad.
—¿Y qué? ¿Acaso la obligo? Ella aceptó casarse conmigo.
—¿No te preguntas por qué? —intervino Sandra—. Papá, mira la realidad. Una mujer joven y guapa se casa con un hombre que podría ser su padre…
—¡Basta! —alzó la voz—. ¡Estáis celosas porque yo tengo amor y vosotras problemas sentimentales!
Laura sintió el rubor de la indignación. Era cierto que su divorcio era reciente, y su padre lo sabía.
—¿Celosas? —replicó—. ¡Nos preocupamos por ti!
—No hace falta. Soy un adulto y sé lo que hago.
Víctor dio media vuelta y volvió a la cocina. Las hermanas se miraron y lo siguieron, resignadas.
El resto de la noche fue tenso. Inés habló de los planes de boda, enseñó fotos de su vestido. Su padre asentía a todo, mirándola embelesado.
—¿Dónde viviréis después? —preguntó Laura.
—Aquí —respondió Inés—. Víctor ya hizo hueco en el armario para mis cosas. ¡Qué detallista!
—¿Y tu madre? Dijiste que la cuidas.
Inés dudó un segundo.
—Ella… tiene una cuidadora. Voy a verla, claro, pero no hace falta estar todo el día.
De vuelta a casa, las hermanas guardaron silencio hasta que Sandra estalló:
—Miente.
—¿Sobre qué?
—No sé exactamente. Pero algo no cuadra. Primero dice que cuida a su madre, luego que tiene una cuidadora.
—Todo esto es raro —aceptó Laura—. Cuatro meses de relación y ya boda.
—¿Qué hacemos?
—Investiguemos. ¿No tienes una amiga que trabaja en su mismo salón?
Al día siguiente, Sandra llamó a su amiga Lucía, manicurista en un salón cercano. Las del gremio se conocen, especialmente en una ciudad no tan grande.
—¿Inés Valverde? —repitió Lucía—. Sí, la conozco. Trabaja en el salón de la calle Mayor. ¿Pasa algo?
—No sé aún. Cuéntame qué se sabe de ella.
—Bueno, es buena en su trabajo, las clientas la adoran. Pero las chicas dicen que le gustan los hombres con dinero. Ya tuvo un novio veinte años mayor. Iba llena de marcas, hasta se compró un coche nuevo. Luego rompieron y volvió al autobús.
—¿Estuvo casada?
—Cont—Dijo algo de un exmarido, pero no sé detalles —respondió Lucía—, igual lo inventó, porque le encanta adornar las cosas.
Sandra colgó y llamó a Laura para contarle todo, sintiendo cómo la rabia crecía en su pecho.
—Mintió sobre su madre —dijo Laura, fría—, y probablemente también sobre su ex.
—¿Qué hacemos?
—Hablar con papá, en serio.
Pero cuando llegaron a su casa esa noche, no estaba. La vecina les dijo que Víctor había salido de compras con su “nueva esposa” para la boda.
—¿Nueva esposa? —repitió Laura.
—Sí —asintió la vecina—, ayer me la presentó así. Dijo que se casan el domingo, pero ya se consideran familia.
Las hermanas subieron y tocaron el timbre sin respuesta. Laura sacó la llave de emergencia que su padre le había dado.
El piso había cambiado. Ropa femenina por todas partes, frascos de cremas en el baño, vajilla cara en la cocina.
—Ya vive aquí —observó Sandra.
—Y manda, por lo visto.
Laura entró en el dormitorio. El armario estaba lleno de ropa de mujer; las cosas de su padre, arrinconadas. En la mesilla, donde antes estaban las fotos de su difunta madre, había ahora perfumes y maquillaje.
—¿Dónde están las fotos de mamá? —susurró Sandra.
Laura abrió un cajón. Las fotos estaban allí, guardadas en una caja.
—Las escondió —dijo, furiosa—, ni siquiera tolera su memoria.
En ese momento, sonó una llave en la puerta. Risas, bolsas de compras.
—¡Chicas! —sonrió Víctor al entrar—, ¡no esperábamos vuestra visita!
Detrás, Inés lucía un abrigo nuevo y bolsas de tiendas caras.
—Elegí mi vestido de novia —anunció, radiante—. Víctor me dejó escoger todo lo que quise.
—Papá, necesitamos hablar —dijo Laura, firme—. A solas.
—¿Otra vez? —refunfuñó él—. Estamos cansados.
—Es importante.
Inés sintió la tensión.
—Mejor me voy —dijo dulcemente—, tengo que ver a mi madre.
—¿A tu madre? —preguntó Víctor, confundido—. Pero vives aquí ahora.
—Sí, pero… tengo que visitarla.
Se fue rápido. Víctor la acompañó al ascensor y volvió con cara de pocos amigos.
—¿Qué más queréis? —preguntó molesto.
—Papá, averiguamos cosas de Inés —empezó Laura.
—¿Qué, la espiasteis?
—Hablamos con gente que la conoce. Te miente.
—¿Sobre qué?
—Sobre su madre, por ejemplo. No está enferma. Murió hace años.
Víctor se quedó callado, luego encogió los hombros.
—Quizá no quiso contarme algo tan triste.
—¿Y su exmarido alcohólico? ¿También lo inventó para protegerte?
—¿Cómo sabéis que es mentira?
Sandra le contó lo de su amiga. Él suspiró.
—Da igual. Todos tienen pasado.
—¡No es eso! —Laura lo agarró de las manos—. ¡Te utiliza por tu dinero y tu piso!
—¿Crees que una mujer joven no puede quererme de verdad?
—Quizá, ¡pero no ella! Mira cómo gasta, cómo domina la casa…
—No domina. Trae alegría.
—¿Alegría? ¡Escondió las fotos de mamá!
Víctor palideció.
—No… no me había dado cuenta.
—¡Porque no ves claro! ¡Cancela esta boda!
Víctor miró por la ventana, largo rato. Luego dijo:
—Tal vez tengáis razón. Tal vez Inés miente. Pero no me importa.
—¿Cómo que no? —Laura no lo creía.
—Tengo sesenta y ocho años. Vuestra madre murió hace ocho. Estaba solo como un tronco viejo. Ahora, alguien joven y bello me sonríe, me cocina, me hace sentir vivo. Aunque sea por interés… merece la pena.
—¿Y cuando el dinero se acabe?
—Sobreviviré. Habré tenido algo de calor.
Las hermanas se fueron hundidas. Esa noche, hablaron por teléfono sin encontrar solución.
La boda fue íntima: oficina del registro, luego banquete. Inés, radiante en blanco; Víctor, sonriente pero con mirada triste.
En la comida, Inés cotilleó con los familiares, preguntando por trabajos y sueldos. Sobre todo le interesó el tío Javier, empresario exitoso.
—¡Qué interesante! —exclamó al oír de sus negocios—. A mí siempre me gustó el mundo empresarial. Quizá Víctor y yo montemos algo…
Javier miró a Laura con complicidad. Él nunca aprobó el matrimonio.
Inés se mudó definitivamente. Las visitas de las hermanas se espaciaron: la tensión crecía.
—Chicas, ¿avisáis antes de venir? —sugirió Inés un día—, para organizarnos.
—Esta es la casa de nuestro padre —respondió Laura, helada—. Venimos cuando queremos.
—Claro, solo por formalidad.
Víctor callaba, aunque antes adoraba sus visitas.
Pasaron seis meses. Víctor envejeció rápido: ojeras, flacura, enfermedades. Inés seguía impecable, pero ahora lo miraba con irritación.
—Víctor, olvidaste mis vitaminas —regañaba—. Te lo pedí ayer.
—Perdona, corazón, se me pasó.
—Todo se te pasa. Ve al médico.
Víctor parecía un niño regañado.
Un día, Laura fue al piso y solo encontró a Inés.
—¿Dónde está papá?
—En el hospital. Subió la tensión anoche.
—¿¡Y no me llamaste!?
—No era grave —se encogió de hombros—. Ya vuelve.
Laura corrió al hospital. Víctor, pálido y frágil, la recibió con voz débil.
—Inés viene a verte?
—Una vez —confesó—. Dice que está ocupada.
Laura tragó su ira. Él no necesitaba reproches ahora.
Tras el alta, Víctor empeoró. Inés fingió cuidarlo, pero pronto se hartó.
—No puedo quedarme encerrada —dijo un día—. Contrataré una cuidadora.
Víctor accedió. Inés empezó a llegar tarde, a veces ni dormía en casa.
—Estaba con una amiga —decía—. Necesito aire.
Laura veía a su padre apagarse. Pero no le dijo “te lo dije”. Tal vez porque él ya lo sabía.
Una tarde, Víctor la llamó:
—Ven, hija. Necesito hablar.
Cuando llegó, Inés no estaba. Víctor, envuelto en una manta, parecía exhausto.
—Tenías razón sobre Inés —susurró—. Nunca me quiso.
Laura le apretó la mano.
—¿Qué harás?
—Nada. Ya no tengo fuerzas.
En ese momento, sonó la llave. Entró Inés, cargada de bolsas, feliz.
—¡Laura! ¡Qué bien! Tu padre se aburre solo.
—¿Dónde estabas? —preguntó Víctor, débil.
—De compras. Unos botines nuevos.
Mostró unos zapatos de lujo.
—¿Con qué dinero? —saltó Laura.
—Víctor me lo dio —sonrió Inés—. No quiere que su mujer vaya mal vestida.
Víctor se arropó más en su silencio.
Un mes después, su padre tuvo un infarto. Inés fue al hospital cinco minutos y se fue.
Víctor murió una semana más tarde. Laura y Sandra estuvieron allí, susurLas hermanas encontraron el piso vacío días después, con solo una nota de Inés que decía: “Gracias por todo, me llevo los recuerdos”.