La nueva esposa de papá
Leticia sostenía la invitación de boda entre sus manos sin poder creer lo que veía. Las letras doradas sobre el papel marfil anunciaban el matrimonio de su padre, Eduardo Martínez, con una tal Sofía del Pozo. La fecha era dentro de una semana.
—En una semana —murmuró, dando vuelta la tarjeta—. Ni siquiera tuvo la decencia de avisarnos con tiempo.
El teléfono sonó, interrumpiendo sus pensamientos. En la pantalla apareció el nombre de su hermana pequeña, Carmen.
—Leti, ¿recibiste esa… invitación? —la voz de su hermana sonaba confundida.
—Sí. ¿Tú sabías algo?
—¡Nada! ¡Absolutamente nada! Pensé que papá solo salía con alguien, pero de repente… ¡boda!
Leticia fue a la cocina y puso la tetera. Afuera, una lluvia fina caía, y en su corazón también había un gris pesado.
—Carmen, ¿la has visto alguna vez? A esa Sofía…
—Una vez, por casualidad. Salían de una cafetería y yo pasaba por ahí. Joven, unos treinta y cinco años como mucho. Rubia teñida, llena de joyas y abrigos caros.
Leticia frunció el cejo involuntariamente. Su padre tenía sesenta y ocho… más de treinta años de diferencia.
—¿Será por el dinero? —aventuró Carmen—. ¿Recuerdas que papá dijo que vendió la casa de campo? Y luego está el piso de dos habitaciones en el centro…
—No lo sé —suspiró Leticia—. Hay que ir a hablar con él.
—Vamos juntas. Mañana salgo antes del trabajo.
Al día siguiente, las hermanas se encontraron frente al edificio donde vivía su padre. Eduardo se había mudado recientemente ahí después de vender el piso de tres habitaciones donde ellas crecieron. Entonces lo justificó diciendo que quería vivir más cerca del centro, pero ahora Leticia sospechaba otros motivos.
—¡Mis niñas! —su padre las recibió con los brazos abiertos—. ¡Qué bien que vinieron! Les presentaré a Sofía.
Se veía rejuvenecido y contento. Corte de pelo nuevo, camisa a la moda, incluso su paso era más vivo.
—Papá, necesitamos hablar —dijo Leticia en serio.
—¡Claro, claro! Sofía está preparando la cena. Cocina maravillosamente, ya verán.
Desde la cocina llegaban ruidos de platos y una voz femenina tarareando algo. Su padre las guió al salón y las hizo sentar en el sofá.
—Queridas, estoy tan feliz de que conozcan a Sofía. Es una mujer increíble, amable, cariñosa. No pensé que a mi edad podría enamorarme de nuevo.
Leticia y Carmen intercambiaron miradas. La palabra “enamorarse” en boca de un hombre de sesenta y ocho años sonaba forzada.
—Papá —empezó Carmen—, ¿cuánto hace que se conocen?
—Cuatro meses. Nos conocimos en el ambulatorio, haciendo cola para el cardiólogo. La madre de Sofía estaba enferma y ella estaba preocupada. La consolé, la acompañé a casa…
—¿Cuatro meses y ya boda? —no pudo contenerse Leticia—. ¿No es demasiado pronto?
—A nuestra edad no hay tiempo que perder —su padre frunció ligeramente el ceño—. Ya no somos niños, sabemos lo que queremos.
En ese momento, una mujer entró al salón y Leticia supo al instante que Carmen tenía razón. Sofía no aparentaba más de treinta y cinco años, quizás menos. Alta, delgada, con melena de tono miel y maquillaje llamativo. Vestía un ajustado vestido y llevaba demasiadas joyas.
—¡Chicas, conózcanla! —su padre se levantó de un salto—. Esta es mi Sofía. Y estas son mis hijas, Leticia y Carmen.
—Mucho gusto —Sofía extendió una mano con uñas largas y pintadas—. ¡Eduardo habla tanto de ustedes!
Su voz era melodiosa, pero a Leticia le disgustó al instante ese tono empalagoso.
—La cena está lista —anunció Sofía—. Pasen a la mesa.
En la cocina, una mesa lucía impecable: vajilla costosa que Leticia no recordaba en casa de su padre, velas, flores. Todo se veía bonito, pero artificial.
—Sofía, cuéntales a las niñas de ti —pidió su padre sirviendo vino.
—¿Qué puedo contar? —rió Sofía—. Una mujer normal. Trabajo en un salón de belleza, soy manicurista. Vivo sola, sin hijos. Estuve casada, pero mi ex… no era una buena persona.
—¿Cómo así? —preguntó Carmen.
—Bebía, levantaba la mano. Me tuve que divorciar. Desde entonces, temía comprometerme… hasta que conocí a su padre.
Sofía miró a Eduardo con tanta devoción que Leticia sintió escalofríos.
—¿Tienes padres? —siguió indagando Carmen.
—Mi madre vive. Mi padre murió hace años. Mamá está enferma, la cuido. Eduardo me ayuda mucho, incluso con dinero para las medicinas. ¡Es tan bondadoso!
Su padre brilló de orgullo.
—Papá —no aguantó Leticia—, ¿podemos hablar un momento?
Salieron al pasillo. Sofía se quedó recogiendo platos.
—¿Qué quieres decirme? —su padre se puso a la defensiva.
—Papá, ¿te das cuenta de que es joven? Tiene mi edad.
—¿Y qué? ¿Acaso la obligo? Ella aceptó ser mi esposa.
—¿No has pensado por qué? —intervino Carmen—. Papá, mira la realidad. Una mujer joven y guapa se casa contigo, que podrías ser su padre…
—¡Basta! —alzó la voz—. ¡Solo están celosas porque yo tengo amor y ustedes problemas sentimentales!
Leticia sintió el ardor de la humillación. Recién salía de un divorcio, y su padre lo sabía.
—¿Celosas? —repitió—. ¡Papá, nos preocupamos por ti!
—No necesitan preocuparse. Soy un adulto y sé lo que hago.
Eduardo regresó a la cocina. Las hermanas se miraron y lo siguieron a regañadientes.
El resto de la noche transcurrió con tensión. Sofía habló de planes de boda, mostró fotos de su vestido. Su padre asentía a todo, mirándola con ojos enamorados.
—¿Dónde vivirán? —preguntó Leticia.
—Aquí. Eduardo ya despejó el armario para mis cosas. ¡Tan atento!
—¿Y tu madre? Dijiste que la cuidabas.
Sofía dudó un segundo.
—Mamá… tiene una cuidadora. Yo la visito, claro, pero no hace falta estar todos los días.
De vuelta a casa, las hermanas callaron largo rato. Al fin, Carmen rompió el silencio:
—Miente.
—¿Sobre qué?
—No sé exactamente. Pero algo en su historia no cuadra. Primero dice que cuida a su madre, luego que hay una cuidadora.
—Toda la situación es rara —asintió Leticia—. Cuatro meses de noviazgo y ya al registro civil.
—¿Qué hacemos?
—Averigüemos más. Tienes esa amiga que trabaja en un salón de belleza, ¿no?
Al día siguiente, Carmen llamó a su amiga Lucía, manicurista en otro local.
—¿Sofía del Pozo? —repitió Lucía—. Sí, la conozco. Trabaja en el salón de la Calle Mayor. ¿Pasa algo?
—No sé aún. Cuéntame de ella.
—Bueno, trabaja bien, las clientes están contentas. Pero las chicas dicen que le gustan los hombres adinerados. Ya tuvo un romance con un empresario veinte añosmayor que ella, entonces andaba llena de marcas caras y hasta se compró un coche nuevo, pero cuando terminaron, volvió a viajar en autobús.