Me duele el alma escribir estas palabras. No por manchar el nombre de nadie, sino porque aún no comprendo cómo hemos llegado a esto: sentada en la cocina abrazando mi almohadón bordado a mano, susurro a mi esposo que quizá dejemos el piso en herencia… a la parroquia. Sí, han leído bien. No a nuestro hijo ni a futuros nietos, sino a la iglesia. Porque de otro modo, este hogar que levantamos con sudor y lágrimas caerá en las garras de quien entró en nuestras vidas como ladrona al amparo de la noche: sigilosa, calculadora y con mapas trazados de antemano.
Me llamo Carmen García, tengo 68 años y vivo con mi marido Javier en el centro de Valencia, en un ático de tres habitaciones que compramos hace veintidós años. Vendimos la casa de campo, reunimos nuestros ahorros, pedimos un préstamo… Cada rincón huele a esfuerzo, noches en vela y sueños rotos. Criamos a nuestro hijo soñando con el día en que trajera una novia bondadosa, sensata, de corazón noble. Alguien que cruzara nuestro umbral para quedarse en el alma. El destino burló nuestros planes.
Hace cinco años, Esteban —nuestro único vástago— nos presentó a Raquel. Desde el primer instante supe que aquella chica era un cuerpo extraño. No por su carácter o modales, sino en esencia. Resultaba discordante. Vulgar, estruendosa, con una sonrisa condescendiente. Pero lo peor eran sus ojos: vacíos de respeto o calidez, solo cálculo meticuloso y cortesía de plástico.
Esteban, hechizado, colgaba de sus palabras. Si ella hablaba, él se derretía. Cuando propuso casarse, corrió al registro. Mis ruegos para que se tomaran tiempo los tomó como ofensa. “La amo”, dijo. Y yo… callé. Temía perderlo.
Tras la boda alquilaron un estudio. Les ayudábamos discretamente: dinero, comida, regalos. Pero con cada visita, Raquel mostraba más su verdadero rostro: reproches, burlas veladas, indirectas. ¿Y mi hijo? Asentía con sonrisa boba, convencido de haberse enamorado de un ángel.
La Nochebuena pasada me dejó un nudo en la garganta. Preparé su cordero asado favorito, croquetas, polvorones… Quería crear complicidad. Durante la cena, solté al azar:
—¿Habéis pensado en comprar? Con una hipoteca a treinta años…
Raquel, sin pestañear, respondió:
—¿Para qué? Vosotros tenéis este ático. Al final será nuestro.
Sentí como si una daga helada me atravesara el corazón. Ante mí no había una nuera, sino una depredadora con sonrisa de caramelo. Lo peor: Esteban guardó silencio. ¡Ni una palabra! Solo se rió incómodo.
Al marcharse, Javier —hombre sereno y parco— pronunció por primera vez:
—Esto no puede seguir. No les debemos nada.
Fue cuando hablamos de testamento. Acordamos: si las cosas no cambian, el piso irá a la Basílica de la Virgen de los Desamparados, donde rezamos durante seis décadas. No por crueldad, sino para proteger lo que construimos con el alma de alguien cuyo corazón late al ritmo de una calculadora.
Siempre imaginamos legar a nuestro hijo un hogar donde crecieran risas de nietos y memorias familiares. Pero no a este precio.
¿Debo hablar claro con Esteban? Si lo hago, lo perderé. Si callo, viviré imaginando a Raquel frotándose las manos mientras cuenta los días hasta nuestro final. Me ahoga la rabia.
Aferro un hilo de esperanza: que despierte, que vea el juego perverso. Pero cada amanecer apaga esa luz. Actúa como un crío embelesado por una mujer adulta. Y ella… le maneja como marioneta.
¿Alguien ha pasado por algo similar? ¿Podrían aconsejarme? Se me rompe el pecho viendo cómo mi hijo se desvanece en su propia sombra… por quien anhela que cerremos los ojos no de pena, sino para abrirle camino hacia su botín.
Por favor, orientadme. Mientras quede aliento. Mientras sigamos aquí.