La nuera pide vender mi piso para terminar la casa del hijo

Mi hijo, Javier, se casó hace diez años. Junto a su mujer, Lucía, y su hija viven apretados en un pequeño piso de una habitación en Zaragoza. Hace siete años, Javi compró un terreno y empezó a construir la casa de sus sueños. El primer año, las obras no avanzaron. Al año siguiente levantaron la valla y echaron los cimientos. Luego, otra vez el silencio: no había dinero suficiente. Así, ahorrando hasta el último euro, mi hijo no perdió la esperanza.

Con los años, solo lograron levantar la planta baja. Pero su sueño era una gran casa de dos pisos, con espacio para todos, incluida yo. Javier siempre fue familiar, quería que viviéramos juntos. La planta baja se hizo porque Lucía le convenció para cambiar su piso de dos habitaciones por uno más pequeño y usar la diferencia en la obra. Pero ahora ellos mismos se quedaron sin sitio.

Cuando vienen a verme, todas las conversaciones giran en torno a la casa. Hablan con entusiasmo de los papel pintado, la instalación eléctrica, el aislamiento de las paredes. Nadie pregunta por mi salud, por cómo estoy. No me quejo, escucho sus planes, pero siento un nudo en el pecho.

Hace tiempo que sospecho que Javier y Lucía quieren vender mi piso de dos habitaciones para terminar la construcción. Una vez, mi hijo soltó: “¡Viviremos todos juntos en la casa grande, mamá, bajo un mismo techo!” No pude contenerme y pregunté: “¿Es decir, que debo vender mi piso?”

Se animaron, asintieron, empezaron a contar lo bien que lo pasaríamos todos juntos. Pero miré a Lucía y supe que no quería vivir con ella bajo el mismo techo. No le caigo bien, y estoy harta de fingir que no lo noto. Sus miradas frías, sus comentarios ácidos, todo habla por sí solo.

Por otro lado, siento pena por mi hijo. Se esfuerza tanto, pero a este ritmo la obra tardará otra década. Quiero ayudarles, que mi nieta tenga una casa espaciosa. Pero entonces hice la pregunta que me atormentaba: “¿Y dónde voy a vivir yo?” No puedo mudarme a su diminuto piso ni a una casa a medio construir sin comodidades.

Lucía, como siempre, tuvo respuesta rápida: “¡Mamá, estarás genial en la casita del pueblo!” Sí, tenemos una pequeña casa en el campo, cerca de Zaragoza. Pero es una construcción vieja sin calefacción, solo útil para el verano. En verano es bonito: flores, aire fresco, unos días de relax. ¿Pero en invierno? Cortar leña, encender la chimenea, lavarme en un barreño, salir al baño con el frío… Mi salud ya no es la de antes, no aguantaría.

“¡En los pueblos se vive así!” soltó Lucía con un dejo de burla. Sí, se vive, ¡pero no en condiciones inhumanas! Allí hay calefacción, agua corriente, baños dignos. Su casita del pueblo es poco más que un cobertizo. Pero el dinero hace falta, y siento cómo me empujan al sacrificio.

Últimamente visito más a mi vecino, Luis. Está solo, como yo. Tomamos café, hablamos de la vida, a veces le llevo unas magdalenas caseras. Y el otro día, sin querer, escuché a Lucía hablando por teléfono con su madre. Dijo que podían “recolocarme con Luis” y vender mi piso.

Me quedé helada. ¿Qué más podía esperar de ella? Siempre supe que en su “casa grande” no habría sitio para mí. ¿Pero planear tan abiertamente echarme? El corazón me duele. Pienso en Javier… quizá debería ayudarle. Al fin y al cabo es mi niño, quiero que lo consiga. Pero el miedo no me abandona: ¿acabaré en la vejez sin un techo, sin mi propio rincón, abandonada bajo un puente?

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