17 de noviembre de 2025
Hoy me he puesto a repasar, como de costumbre, los años que han pasado desde que mi familia política me aceptó como la nuera que nunca debió haber entrado. Desde el primer día, todos coincidieron en que yo, Azucena, al ser la esposa de Jorge, era una carga inútil y, según ellos, sin ningún pudor. Al principio, sin embargo, la situación parecía prometedora: yo me empeñaba en agradar a mis nuevos parientes y en ganar su aprobación con todas mis fuerzas.
Cada fiesta o día festivo era una excusa para que toda la familia se desplazara, como una procesión ordenada, a nuestro modesto piso alquilado en Usera. No solo me desenvuelve con soltura en la cocina, sino que también me esfuerzo por idear entretenimientos para los invitados, de modo que no tengan que esperar una invitación formal: ellos se autoinvitaban sin pena. Recuerdo, por ejemplo, aquel episodio que ocurrió cuando aún era una novata en el papel de nuera.
¡Aló, Azucena! ¡Feliz día de la Virgen del Carmen! se oyó la voz rasposa de mi cuñada Violeta al otro lado del teléfono. El discurso salía entrecortado, como si estuviera mascando algo mientras hablaba.
¡Ay, sí, gracias! solté, saltando sobre los charcos otoñales. Llevo tan inmersa en la vorágine del día a día que se me había olvidado la fecha entre el trabajo y las visitas al centro de salud empecé a desahogar mis penas, creyendo que compartir mis problemas acercaría a los parientes, como bien dice el refrán el que se confiesa, se libera. Yo quería sentirme parte de la familia.
Violeta, sin embargo, estaba atrapada en las noticias del noticiero, donde el locutor anunciaba otra catástrofe mundial. Sus emociones cambiaban de terror a alivio al comprobar que, por suerte, ella estaba bien. Con prisa, interrumpió mis confesiones:
Vamos, Azucena, pasaremos por tu casa esta tarde. Prepara algo rápido. Venimos todos: los padres, mi hermano y yo dijo, mientras en pantalla se mostraba la erupción de un volcán en una isla tropical, una pesadilla de la que nadie quiere despertar.
¡Pero no tengo nada listo! exclamé, paralizada en medio del charco, sintiendo el agua helada colarse por mis zapatos. Salté a un punto seco.
¡Anda ya! Tienes tiempo de sobra. Eres la chef de la casa, la maga de los fogones. Yo soy un cero en la cocina. ¡Nos vemos a las seis! repuso Violeta, usando su frase de siempre, en resumidas cuentas.
Desde entonces, Violeta no para de decir en resumidas cuentas en cada frase, como si quisiera llegar al meollo sin preámbulos. Yo, años después, pensé con ironía: ¡Ojalá tu lengua fuera más corta y tu inteligencia más larga!
Mi verdadero nombre es Eulogía, pero a los cuñados les resultaba pomposo, así que me llamaban Azucena, Lola, cuchicuchi. Incluso Azucencita les parecía apropiado, recordándoles de dónde vengo y cómo me he colado en la vida de su adorado Jorge, dejando clara mi posición en la jerarquía familiar: la nuera de bajo rango. No había más remedio que aceptar ese apodo, Azucita, como quien acepta una mordida de mosquito.
Como buena castellana, consideraba una cuestión de honor no caer en la humillación delante de los parientes de mi esposo. Compraba en exceso los alimentos y me lanzaba a la cocina con entusiasmo, intentando no solo alimentar sino también impresionar. Además de los guisos tradicionales, servía aperitivos elaborados: canapés multicolores, tartaletas de jamón y queso, tomates cherry rellenos, champiñones gratinados, bruschettas al estilo italiano y mucho más. Para animar la sobremesa, preparaba juegos simples, imprimía material y buscaba premios modestos. Aun con todo el empeño, complacer a la numerosa familia de Jorge resultaba una tarea titánica.
¿Todo eso es casero? comentó mi suegro Don Antonio, escudriñando la mesa rebosante de platos. Yo esperaba una pizza. ¿Cuándo vais a ganar suficiente dinero para comprar comida ya preparada? Esta cocina casera me tiene harto.
Yo tragaba la ofensa en silencio y, la siguiente vez, opté por pedir pizza, sushi y fideos al wok. Para entonces ya teníamos a nuestro primer hijo y, con el bebé en brazos, organizar banquetes se volvía físicamente imposible.
¡Qué barbaridad! se quejaban los parientes. ¿Ni una simple ensalada? ¡Gómez, tu mujer se ha vuelto una vagabunda! ¿Cómo es posible que solo ofrezcan pan y fideos salados?
Pues es pizza, no pan dijo tímidamente Jorge.
¡Pan con dos rodajas de salami y un poquito de queso! ¡Eso es lo más barato que han encontrado! replicó su madre, la señora Carmen, mientras yo me ruborizaba, dolida. Pensaba: ¿Por qué no les digo de golpe lo que pienso? ¿Que no los invité, que vinieron por su cuenta, que ya no los quiero ver? Pero el orgullo me impedía enfrentarlos; la familia era un bloque unido y yo no quería romperlo. Alguien siempre añadía:
Como dice el refrán, lo que no se hace con las propias manos, no se valora.
Jorge intentaba defenderme, pero lo hacía con sutileza, siempre con humor:
Azucena, no te lo tomes a pecho No son gente mala, solo hablan sin filtro. No te quieren daño, te caen bien.
¡Claro que sí!
¿Quién los haría venir si no les gustara?
Yo, en mi interior, pensaba: ¡Qué cara de gratis para comer!, pero seguía callada.
A veces llamaban media hora antes de aparecer. Cuando veía Violeta o Carmen en la pantalla, mi sangre empezaba a hervir.
Azucena, estamos dando una vuelta por el centro comercial cerca de tu casa, pasaremos dentro de media hora, tomaremos un cafecito cantaba Violeta con voz melosa.
¡Ahora no puedo! ¡Mi hijo duerme!
¡Seremos tan silenciosos como el agua! ¡Prepara algo rápido, sé nuestro ángel!
Aunque no contestara, ya estaban a la puerta, golpeando hasta que finalmente tuve que abrir y preparar algo de emergencia.
Nadie parecía importarle que yo tenía un bebé, que estaba exhausta, que la visita era inoportuna. Tampoco le importaba a Jorge que estuviera ocupado en el trabajo, que necesitáramos ir al hospital, al mercado o a la finca. Jorge es empresario, se hace cargo de sí mismo, decían, como si fuera imposible ayudar a la familia. ¿Acaso no le dolería la conciencia pagar taxi a la madre, al hermano o al cuñado?
Llegó el momento de la segunda gestación. Jorge empezó a temer dejarme sola después del sexto mes. Una noche tuvo que viajar a Valladolid por trabajo y pidió a Violeta que cuidara de mí: que llamara a la ambulancia si hacía falta, que estuviera al tanto del bebé y del hijo mayor.
Violeta, con una botella de vino, se dedicó a charlar sin parar, aunque yo sólo quería dormir. Exhausta, se tiró en el sofá cama, que era también la cama matrimonial, pues no teníamos otra cama salvo la cuna con barandillas. El sofá estaba replegado, sin espacio para dos, y yo pasé la noche en una silla dura de la cocina, sin nada en el suelo donde acostarme, porque ahorrábamos en todo pensando en comprar nuestro propio piso. A la mañana siguiente Violeta se fue al trabajo, y yo, al recorrer la casa, comprendí que la situación se estaba volviendo crítica Llamé a una amiga, que me llevó al centro perinatal y me ayudó a llegar al hospital. Me operaron de urgencia para salvar el embarazo. Mientras yo estaba internada, Jorge armó una gran escena con su familia:
¡¿Cómo os atreven a pedirme favores otra vez?! ¡Una sola vez y mirad lo que pasó! Cuando necesitáis que sea taxista, soy a su disposición, y cuando yo preciso un mínimo de ayuda ¡¡¡A la puerta! ¡¡¡ Llamad a un taxi!!!
Los ánimos se calmaron, di a luz al segundo hijo y, poco a poco, los parientes fueron encontrando una forma de reconciliarse. Ese episodio le dio a Jorge la claridad de no volver a ser el chofer de nadie, pese a los ruegos. En realidad, la culpa recayó en Violeta, pero los padres de ella se pusieron de su lado y afirmaron que yo era la que estaba enferma: Una mujer normal debería parir como se estornuda. No se atrevieron a enfadarse con su propio hijo y su hermano, así que tras cada negativa, lanzaban una frase despectiva contra mí, pues yo había sido quien los había puesto en contra de Jorge.
Los visitas sin avisar nunca cesaron; resultaba cómodo y barato para ellos. Cuando ya estaba harta de ser la anfitriona perfecta, decidí convertirme en la mala y enseñarles una lección, sin decir una sola palabra más.
Un día vinieron los parientes, alegres por el nacimiento del bebé de tres meses, sin haber sido invitados.
¡Ay, pero ni siquiera has empezado a cocinar! exclamaron.
En la nevera hay arenque, lo tengo que filetear; la remolacha y las patatas ya están cocidas, las encontraréis en la olla les respondí con una sonrisa, mecía al pequeño y les dije: Con cuatro manos haréis la ensalada rápido, ¿no, Violeta? Y tú, papá, ve por el pastel, cualquiera, que yo no puedo comer, tengo la dieta del bebé.
Ellos se miraron perplejos. Prepararon la ensalada, compraron el pastel y lo devoraron sin dejar ni una miga para Jorge, quien tampoco pudo probarlo. Yo no me quedé a su lado; me retiré a la habitación a alimentar al niño durante una hora.
En otra visita, no preparé nada y les dije que se encargaran de pelar las patatas para freírlas:
En el congelador hay setas, basta con freírlas, sería un manjar, no una cena.
Dije eso y me alejé. Los parientes se quedaron boquiabiertos, y entonces entró Doña Carmen, con la cara de piedra:
Azucita, hemos visto que no hay pan en casa. Salgamos a comprar, quizás llevemos algo más.
Claro, lo que necesitéis.
Salieron a comprar pan y nunca volvieron. Desde entonces dejaron de aparecer inesperadamente. La reputación de la nuera terrible quedó grabada: madre irresponsable, ama de casa desordenada, la Azucita sinvergüenza que agota a pobre Jorge. Todo el esfuerzo que hice, los festines lujosos, se borraron de la memoria familiar como si nunca hubieran existido.
Yo, Eulogía, me trago también esa herida. No se busca lo bueno donde no lo hay, pero al menos ahora mi casa no recibirá huéspedes indeseados y no tendré que gastar dinero en una multitud hambrienta. Decidí que, si en esta situación había que tomar medidas extremas, mejor que esas medidas me trajeran paz y tranquilidad, lejos de los parientes audaces.







