**Diario de un marido: La suegra que puso fin a su reinado**
—¡No, Valentín, no y punto! —golpeó la mesa Inmaculada, haciendo sonar las tazas—. ¡Estoy harta, no puedo más!
El suegro, Alejandro, levantó las cejas sorprendido y dejó el periódico a un lado.
—¿Pero qué pasa, Inma? ¿Qué te ocurre?
—¡Pues que no soy vuestra criada! —se puso en pie con las manos en las caderas—. ¡Tu madre me da órdenes todo el día como si fuera su empleada, y tú ni pías!
Justo entonces entró en la cocina María Dolores, la suegra, al oír el alboroto.
—¿Qué es este escándalo? ¿A qué viene tanto grito?
—¡Ahí la tienes! —señaló Inmaculada—. «Inma, ve por pan», «Inma, haz la paella», «Inma, friega el suelo». ¡Como si no trabajara ya bastante!
María Dolores apretó los labios y se sentó.
—Y bien, ¿quién si no? Yo estoy mayor, con mis achaques, y tú joven y fuerte…
—¡Que también tengo un trabajo! —la interrumpió—. Paso ocho horas de pie en la tienda, llego muerta, y encima me espera otra jornada aquí.
Alejandro se rascó la nuca, mirando de una a otra.
—Mamá, quizá Inma tiene razón…
—¡Vaya, ahora tú también! —se indignó María Dolores—. ¿Contra tu propia madre?
—¿«Contra»? —estalló Inmaculada—. ¡Soy tu mujer, por si no te acuerdas! ¡Y la madre de tus hijos! ¿Y esta me llama «cualquiera»?
La suegra miró hacia la ventana y calló. Alejandro se acercó a su esposa.
—Cariño, no exageres. Mamá ya tiene sus años…
—¿Y yo qué, soy de piedra? —se apartó—. Mira, Alejo: o las cosas cambian, o me largo de aquí.
Un silencio espeso llenó la cocina. María Dolores se volvió lentamente.
—¿Y adónde piensas ir? ¿A casa de tus padres? Seguro que te reciben con los brazos abiertos…
Inmaculada palideció. Su relación con su familia, especialmente con su padre, era tensa desde que se casó sin su bendición.
—¡Encontraré donde quedarme!
—Inma, no digas tonterías —Alejandro le tomó la mano—. Somos familia. Hay que hablar las cosas.
—¡Eso! —soltó su mano—. Pues escuchen mis condiciones.
María Dolores resopló.
—¡Vaya! ¡Ahora pone condiciones! ¡En mi casa!
—¡En *nuestra* casa! —replicó Inmaculada—. Dile a tu madre que aquí vivimos todos.
Alejandro dudó. La casa estaba a nombre de su madre, heredada de sus abuelos. Pero no tenían otro sitio.
—Mamá, técnicamente…
—¡Nada de técnicamente! —cortó María Dolores—. ¡Mi casa, mis normas!
—Pues apunta —Inmaculada sacó un cuaderno—. Primero: yo cocino lunes, miércoles y viernes. El resto, tú o Alejo.
—¿Y eso por qué? —saltó la suegra.
—¡Porque no soy vuestra cocinera! —escribió—. Segundo: la limpieza por semanas. Una yo, otra tú.
—¡Esto es un abuso! —María Dolores se levantó—. ¿Lo oyes, hijo?
Alejandro bajó la cabeza. Sabía que su madre exigía demasiado.
—Tercero —continuó Inmaculada—: nadie entra en nuestra habitación sin llamar. Ni toca mis cosas.
María Dolores tenía la costumbre de «ordenar» su cuarto: movía sus pertenencias, leía sus mensajes…
—¿Y si quiero pasar la aspiradora? —preguntó.
—Avisas antes. Pides permiso —anotó—. Y cuarto: una salida semanal solos, al cine o con amigos.
—¡Eso ya es el colmo! —estalló—. ¡Me robas a mi hijo!
—¡No! ¡Quiero tiempo con mi marido! ¡Como cualquier pareja!
Alejandro alzó la voz.
—Mamá, tiene razón. Necesitamos nuestro espacio…
—¡Todos contra mí! —María Dolores levantó las manos—. ¡Sigue apuntando!
Inmaculada notó el tono herido en su voz.
—No es contra usted. Busco paz para todos.
—¿Paz? —la suegra se dejó caer en la silla—. ¿Qué paz voy a tener si mi hijo me abandona?
Inmaculada dejó el bolígrafo.
—Nadie la abandona. Pero necesito mi lugar aquí.
—No eres de la familia —murmuró—. La sangre es la sangre.
Alejandro se plantó.
—¡Basta! Inma es mi esposa. ¡Y tu hija también!
—¿Hija? —suspiró—. Vale. Pero las hijas obedecen.
—Sí, pero no son esclavas —replicó Inmaculada.
El silencio se alargó. María Dolores miró por la ventana.
—La nuera de doña Pilar es un encanto. Respetuosa, calladita…
—¿Yo no la respeto?
—Poner condiciones no es respeto.
—Es justicia —dijo Inmaculada—. Repartir responsabilidades.
María Dolores se giró.
—¿Y yo? ¿Me quedaré como un mueble?
Inmaculada sonrió por primera vez.
—¡Pero si usted hace mil cosas! El huerto, sus ganchillos… Solo pido ayuda en lo demás.
Alejandro asintió.
—Mamá, tiene razón. Yo también ayudaré.
—¿Tú? —se burló—. ¡Ni sabes freír un huevo!
—¡Aprenderé! —dijo él—. Inma me enseñará.
Ella le sonrió agradecida.
—¿En serio?
—Claro. Pelar patatas, cortar cebolla…
—Dios mío —María Dolores movió la cabeza, pero con menos ira—. Menudo desastre.
—No importa. Estará conmigo.
La suegra reflexionó.
—Si acepto… ¿qué me das a cambio?
Inmaculada no lo había pensado.
—¿Qué quiere?
—Que me llames Lola. No «señora».
—Vale, Lola —asintió.
—Y que tomes el té conmigo a veces. Para charlar.
Inmaculada comprendió: estaba sola.
—De acuerdo. Pero no cada día.
—Cuando puedas.
Alejandro respiró aliviado.
—Menos mal. Creí que esto acabaría a gritos.
—Ya acabó —dijo Inmaculada—. Ahora, tregua.
—Mejor paz —corrigió María Dolores—. Aunque me costará que me digas Lola…
—Se acostumbrará.
—Los años no perdonan. La artritis, la tensión…
Inmaculada la miró con atención. Quizá no era mala, solo cansada.
—¿Va al médico?
—Sí, pero las pastillas no bastan.
—¿Y una asistenta? Aunque sea una vez por semana…
Alejandro frunció el ceño.
—¿Con qué dinero?
—Ahorraremos. Yo haré horas extra.
—Y yo —dijo él—. Ayudaré a Pepe los fines.
María Dolores los miró sorprendida.
—¿Todo esto… por mí?
—Por todos —dijo Inmaculada—. Así usted descansa, y yo también.
—Buena idea —admitió Alejandro—. Debimos hacerlo antes.
—Antes no había dinero —suspiró María Dolores—. Pero ahora trabajáis…
Inmaculada se levantó—Bueno, pues mañana empezamos la vida nueva —dijo Inmaculada mientras servía la cena—, con más ayuda, más respeto y, si Dios quiere, hasta un gato para alegrar esta casa.