**Diario de Lucía**
Extendí con cuidado la masa de la tarta sobre el molde. Mi hijo Javier y su esposa Laura llegarían en un par de horas. El silencio se rompió con el sonido estridente del teléfono. Me sequé las manos en el delantal y contesté.
—¿Dígame?
—Buenas tardes —respondió una voz femenina desconocida—. ¿Es usted Lucía Martínez?
—Sí, al habla —contesté, instintivamente alerta.
—Me llamo Margarita Sánchez. Soy la ex suegra de Laura, su nuera.
Me senté en la silla de la cocina sin decir nada. «¿Ex suegra?». Recordé las pocas pero amargas veces que Laura había mencionado su matrimonio anterior.
—Entiendo —dije con calma—. ¿En qué puedo ayudarla, Margarita?
El tono de la mujer perdió la cortesía de golpe. Se volvió áspero, lleno de resentimiento.
—Quería saber cómo le va a nuestra Laura en su casa. ¿Ya se ha cansado de ella? Créame, ¡se arrepentirá! ¡Ya lo verá! ¡Esa holgazana no vale nada!
—No entiendo, Margarita. Laura es una chica maravillosa. ¿Por qué habríamos de arrepentirnos?
—¿Maravillosa? —chilló Margarita—. ¡Es una vaga! Yo friego el suelo todos los días, como debe ser. ¿Y ella? ¡Cada tres días, y a regañadientes! ¿Y las cortinas? ¿Cuándo las lavó por última vez? Yo las lavo cada mes, ¡es sagrado!
Laura las lava cuando puede. Y la comida… ¡Alimentaba a mi pobre hijo con basura! ¡Sopas aguadas, croquetas como goma! ¡Hasta le dio gastritis!
—Margarita, en su casa todo está impecable. Laura cocina de maravilla. Yo misma le enseñé algunos trucos, y aprende rápido. No tenemos quejas. Y lo de la gastritis… me temo que fue por el alcohol.
—¿Que no tienen quejas? —gritó ella, sin escuchar—. ¡Mire cómo trataba a mi hijo! Llegaba cansado del trabajo… tomaba unas copas para relajarse, como todo hombre. ¿Y ella? En vez de servirle otra y acostarlo, ¡le montaba unos escándalos! ¡Una desalmada!
Cerré los ojos. Sabía por Laura que su exmarido llegaba de madrugada, destrozaba la casa y la insultaba. Y conocía a mi Javier: responsable, que no bebía, que llevaba flores a Laura y se enorgullecía de su trabajo.
—Mi hijo Javier —dije con firmeza— nunca llega borracho. Respeta a su mujer y su hogar. Laura no tiene motivos para gritarle. Son felices.
Silencio al otro lado. Margarita respiraba entrecortadamente, como preparándose para otro ataque. Cuando habló de nuevo, su voz era un susurro venenoso.
—¿Felices? ¡Ja! ¿Sabe que es de un orfanato? ¡Ahí se crían malas hierbas! ¡No es casualidad que sea estéril! ¡Verá, pasarán los años y no tendrá nietos! ¡Entonces sabrá la basura que metió en casa!
—Se equivoca, Margarita —dije alto y claro, como si estuviera frente a ella—. En esta casa hay paz y amor.
Amo a Laura como a una hija. Ella me llama madre. Sabemos que creció en un orfanato, y no es culpa suya. Al contrario, he intentado darle el cariño que nunca tuvo. Es una buena persona. Y sobre los nietos… sus «profecías» llegan tarde. Javier y Laura esperan un bebé.
El silencio fue absoluto. Luego, un sollozo. La furia se convirtió en llanto.
—¿Un bebé? —balbuceó—. ¿Seguro que es de su hijo? ¡El mío… mi hijo está perdido! Bebe, no tiene trabajo, vive como un mendigo… ¡Y yo que quería nietos!
Sentí pena. No por ella, sino por la Laura que había sufrido aquella vida.
—Margarita… —empecé, pero me interrumpió, suplicante—. Si algún día se separan… ¡llámeme! ¡Diré a mi hijo que recapacite! ¡Ahora que es buena, que sabe cocinar… quizá vuelva con nosotros!
Ahí estaba. No era arrepentimiento. Era envidia. La desesperación de ver que lo que había despreciado, en mis manos, brillaba. Quería recuperar a Laura. Como criada. Como madre de sus anhelados nietos.
—Una nuera como Laura es un tesoro. No vuelva a llamar. Nunca.
Colgué y bloquee el número. La rabia y la pena se mezclaban. Pero lo que más sentía era protección. Protección por mi hogar, por Javier, por Laura, frágil pero fuerte, a quien había acogido como una hija.
Volví a la masa, cubriéndola con un paño. Pronto la casa se llenaría de aromas de tarta recién hecha, de risas. Pronto habría otra vocecita.
Recordé cuando Javier la trajo por primera vez. Una niña tímida, desconfiada. Costó ganarse su cariño, pero ahora era mi hija. Lástima que mi marido no vivió para ver a su hijo tan feliz.
Pasó una hora. Sonó el timbre. En la puerta estaban Javier con un ramo de flores y Laura, su vientre redondo, su rostro lleno de paz.
—¡Mamá! —gritó Laura, abrazándome—. ¡Huele delicioso! ¿Qué haces?
—Una tarta de almendras, cariño —respondí, besándola—. Javier, pon las flores en el jarrón.
Los acompañé al salón, mirando de reojo el teléfono. Aquella llamada, aquella voz llena de veneno, parecía lejana, ajena. Aquí, en esta casa llena de luz y amor, estaba la verdadera vida.
La vida que habíamos construido juntos. Y nadie, nadie, la arruinaría. Todo estaba bien. Y así seguiría.