La nuera establece sus reglas

—¡No, Valentín! ¡No y punto! —golpeó la mesa con el puño Irene, haciendo que las tazas temblaran sobre los platos—. ¡Estoy harta! ¡No puedo más!

El suegro alzó las cejas sorprendido y dejó el periódico a un lado.

—Irene, ¿qué pasa? ¿Qué ocurre?

—¡Lo que ocurre es que no soy vuestra sirvienta! —la nuera se levantó, manos en las caderas—. Tu madre me da órdenes todo el día como si fuera su criada, ¡y tú ni una palabra!

Justo entonces, entró en la cocina Catalina, la suegra, al escuchar los gritos.

—¿Qué está pasando aquí? Irene, ¿por qué gritas así?

—¡Ahí está! —Irene señaló a su suegra con el dedo—. «Irene, ve a por pan», «Irene, haz la comida», «Irene, friega el suelo». ¿Acaso soy vuestra empleada?

Catalina apretó los labios y se sentó.

—¿Y quién si no? Yo ya estoy mayor, con mis achaques, y Valentín siempre en el trabajo. Tú eres joven y fuerte…

—¡Yo también trabajo! —la interrumpió Irene—. Paso todo el día de pie en la tienda, llego con los pies destrozados, y aquí me espera otra vez cocinar, limpiar, lavar…

Valentín se rascó la nuca, mirando a su mujer y luego a su madre.

—Mamá, quizá Irene tiene razón…

—¡Ah, ya veo! —se indignó Catalina—. ¡Ahora tú también en mi contra! ¿Tu propia madre por una cualquiera…?

—¿Una cualquiera? —saltó Irene—. ¡Soy tu esposa, por si no te has enterado! Y si Dios quiere, seré la madre de tus hijos. ¡Y tú me llamas «cualquiera»!

La suegra volvió la cara hacia la ventana y calló. Valentín se acercó a su mujer.

—Irene, no te pongas así. Mamá ya es mayor, le cuesta…

—¿Y a mí no? —Irene se apartó—. Escucha, Valentín, te lo digo claro: las cosas cambian o me marcho de aquí.

Un silencio incómodo llenó la habitación. Catalina se volvió lentamente.

—¿Y adónde vas a ir? ¿A casa de tus padres? ¿Crees que te recibirán con los brazos abiertos?

Irene palideció. Su relación con sus padres era complicada, sobre todo con su padre, que aún no le había perdonado por haberse casado.

—¡Encontraré dónde, no os preocupéis!

—Irene, no digas tonterías —Valentín le cogió la mano—. Somos familia. Hay que arreglarlo.

—¡Exacto! —Irene soltó su mano—. Arreglarlo. Así que escuchad mis condiciones.

Catalina bufó.

—¡Qué gracia! ¡Condiciones pone, en mi casa!

—¡En nuestra casa! —corrigió Irene—. Valentín, dile que esta casa también es nuestra.

Valentín dudó. La casa estaba a nombre de su madre, heredada de sus padres. Pero desde la boda, vivían allí sin otra opción.

—Mamá, en realidad…

—¡No hay «en realidad»! —cortó Catalina—. ¡Es mi casa y aquí mando yo!

—¡Vale! —Irene abrió un cajón, sacó un cuaderno y un boli—. Apunto: primera condición, cocino tres días a la semana. Martes, jueves y sábados. Los demás días lo hacéis vosotros.

—¿Y eso por qué? —protestó la suegra.

—¡Porque no soy la cocinera! —Irene anotó algo—. Segunda: la limpieza por turnos. Una semana yo, otra tú.

—¡Te has pasado! —Catalina se levantó—. Valentín, ¿oyes esto?

Valentín bajó la cabeza. Entendía a su mujer, pero también le daba vergüenza contradecir a su madre.

—Tercera —continuó Irene—, nadie entra en nuestra habitación sin llamar ni toca mis cosas.

Este era un tema delicado. Catalina tenía la costumbre de ordenar todo, incluso la habitación de los jóvenes. Movía las pertenencias de Irene, leía sus mensajes y hasta cambiaba los muebles de sitio.

—¿Y si necesito pasar la aspiradora? —preguntó la suegra.

—Avisas antes. Llamas a la puerta y pides permiso —escribió Irene—. Y cuarta: una vez a la semana salimos Valentín y yo solos. Al cine o a ver a amigos.

—¡Esto ya es el colmo! —estalló Catalina—. ¡Me robas a mi hijo!

—¡No es robar! ¡Quiero tiempo con mi marido! ¡Como cualquier pareja!

Valentín alzó la vista.

—Mamá, tiene razón. Somos jóvenes, necesitamos salir…

—¡Vaya! —Catalina levantó las manos—. ¡Todos contra mí! ¡Sigue con tus condiciones!

Irene miró fijamente a su suegra. Notó un tono de tristeza en su voz.

—Catalina, no es contra usted. Solo quiero que vivamos en paz.

—En paz… —la suegra se dejó caer en la silla—. ¿Cómo voy a estar en paz si mi hijo me da la espalda?

Irene dejó el boli y se sentó frente a ella.

—Nadie le da la espalda. Pero yo también necesito mi espacio aquí. No soy una extraña.

—No lo eres, pero tampoco eres de la familia —murmuró Catalina.

—¿Por qué? —Irene frunció el ceño—. Soy su nuera. Ya somos familia.

—Familia… —la suegra negó con la cabeza—. Familia es la sangre. Tú… viniste de fuera. Hoy aquí, mañana quién sabe.

Valentín se puso en pie.

—¡Mamá, basta! Irene es mi esposa. Y para ti, una hija. ¡Punto final!

—Una hija… —Catalina suspiró—. Vale. Si es mi hija, que lo sea. Pero las hijas también obedecen.

—Obedecemos, pero no como criadas —replicó Irene.

El silencio se alargó. Valentín paseaba por la cocina, pensativo. Irene hojeaba su cuaderno. Catalina miraba por la ventana al patio donde los vecinos tendían la ropa.

—La nuera de la vecina es muy callada —dijo de pronto la suegra—. Respetuosa con su suegra.

—¿Y yo no la respeto? —preguntó Irene.

—No sé. Con esas exigencias…

—No es por faltarle. Es para que todos sepamos qué nos toca.

Catalina miró a su nuera.

—¿Y yo qué haré? ¿Quedarme como un trasto viejo?

Irene sonrió por primera vez.

—¡Qué va! Usted tiene sus cosas: el jardín, sus labores… No hablo de eso.

—¿Entonces?

—Que no puedo ser la única que friega, cocina y lava. Yo también tengo mi vida.

Valentín se detuvo junto a la mesa.

—Mamá, Irene tiene razón. Debemos ayudarla. Yo también.

—¿Tú? —la suegra rio—. ¡Si no has cocinado ni un puchero en tu vida!

—¡Aprenderé! —dijo Valentín con decisión—. Irene me enseñará.

Ella le sonrió, agradecida. Por fin la apoyaba abiertamente.

—¿De verdad aprenderás? —preguntó.

—Claro. Pelar patatas, rallar zanahorias…

—Vas a ser un desastre —meneó la cabeza Catalina, pero su voz ya no sonaba enfadada.

—No importa. Lo importante es que ayude.

La suegra reflexionó y entonces miró a Irene.

—Si acepto tus condiciones, ¿qué me das a cambio?

—¿A cambio?

—Algo debe haber. Si vamos a negociar.Al final, entre tazas de café y risas compartidas, encontraron el equilibrio que tanto necesitaban como familia.

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