La nuera despide a alguien del trabajo

Dolores Martínez iba en el autobús mirando por la ventana las calles que conocía de memoria. Cada mañana, el mismo trayecto al trabajo, las mismas paradas, las mismas caras de siempre entre los pasajeros. Solo que hoy era distinto. Hoy iba por última vez.

En el bolso llevaba la carta de dimisión voluntaria. Una fórmula estándar, nada fuera de lo común. Pero detrás de esas palabras había una historia que aún ahora le costaba creer.

El autobús paró frente al centro comercial donde estaba la oficina de la empresa de su hijo. Esa misma empresa en la que había trabajado como contable durante cuatro años. La empresa que Javier había fundado nada más salir de la universidad con su ayuda y apoyo.

—Mamá, ¿estás segura? —preguntó Javier la noche anterior, cuando le enseñó la carta—. ¿No quieres pensártelo un poco más?

—Estoy segura, hijo —respondió ella—. Será mejor así, para todos.

Pero ahora, subiendo las escaleras hacia la oficina, Dolores sentía que el corazón se le encogía. Cuatro años de su vida, de esfuerzo, de orgullo por los logros de su hijo, quedaban atrás.

Todo empezó el día que Javier llevó a casa a Lucía. Una chica guapa, inteligente, con un título en economía. Dolores se encariñó con ella al instante, feliz de que su hijo hubiera encontrado una buena compañera.

—Mamá, te presento a Lucía —dijo Javier, radiante de felicidad—. Mi prometida.

—Encantada, Dolores —dijo Lucía, estrechando su mano con una sonrisa—. Javier me ha hablado mucho de ti.

Se casaron al año. La boda fue sencilla pero alegre. Dolores preparó la comida, decoró el salón, trabajó como una hormiguita, queriendo que fuese un día inolvidable.

Después de la boda, Lucía se mudó con ellos. El piso era pequeño, de dos habitaciones, pero había espacio para todos. Dolores siempre había soñado con una familia grande, con risas de niños llenando la casa.

—Mamá, ¿y si Lucía trabaja con nosotros? —propuso Javier una noche en la cena—. Tiene formación en economía, podría ayudarnos a hacer crecer la empresa.

—Claro, hijo —asintió Dolores—. Cuantas más cabezas pensantes, mejor.

Lucía empezó como jefa de ventas. Dinámica y decidida, se adaptó rápidamente y los resultados no tardaron en llegar. La empresa creció, consiguieron nuevos clientes, aumentaron los beneficios.

—Dolores, ¿podemos hablar? —entró Lucía un día en el despacho de contabilidad.

—Por supuesto, cariño. ¿Qué ocurre?

—He estado pensando… quizá deberíamos modernizar la contabilidad. Pasar todo a programas nuevos, automatizar procesos.

Dolores asintió. Sabía que los métodos antiguos ya no servían.

—Tienes razón, Lucía. Pero a mi edad cuesta aprender esos programas. Las manos ya no son lo que eran y la memoria falla.

—No te preocupes —sonrió Lucía—. Yo te ayudo. Lo haremos juntas.

Y así fue. Lucía le explicaba, le repetía las cosas con paciencia. Dolores se esforzaba, pero la tecnología no se le daba bien.

Javier también apoyaba a su madre, la animaba. Pero la empresa seguía creciendo. Más empleados, más espacio, más papeleo.

—Mamá, ¿cómo llevas el trabajo? —preguntaba él—. ¿No es demasiado?

—Voy tirando, hijo. Aunque reconozco que cada vez cuesta más.

Y era verdad. Antes llevaba sola la contabilidad de una empresa pequeña, pero ahora el volumen se había multiplicado. Se quedaba hasta tarde, se llevaba trabajo a casa.

—¿Por qué no contratamos a otro contable? —sugirió Javier en una ocasión.

—Eso son gastos innecesarios —intervino Lucía—. Dolores tiene experiencia, puede con ello. Solo necesita tiempo para adaptarse.

Pero Lucía empezó a señalar errores. Informes fuera de plazo, cálculos equivocados, documentos mal tramitados.

—Dolores, hay que prestar más atención —le decía—. De nuestro trabajo depende la reputación de la empresa.

—Perdona, Lucía. Intentaré ser más cuidadosa.

Y lo intentaba. Revisaba cada número, trabajaba hasta altas horas. Pero los fallos seguían apareciendo. La edad pesaba.

—Javier, tenemos que hablar —le dijo Lucía a su marido una noche, cuando creyó que Dolores no oía.

—¿De qué?

—De tu madre. No puede con el volumen de trabajo. Errores constantes, retrasos. Está afectando a toda la empresa.

—No exageres, Lucía. Mamá trabaja con dedicación.

—Sí, pero no es eficiente. Javier, esto es un negocio. No podemos permitirnos empleados que no rinden, aunque sean familia.

Dolores escuchó esa conversación y sintió un vacío en el estómago. *Una empleada ineficiente*. Así la veía ahora su nuera, a quien había querido como a una hija.

—Mamá, ¿qué tal en el trabajo? —preguntó Javier al día siguiente.

—Bien, hijo. ¿Por qué?

—Nada, solo preguntaba. Si algo se te resiste, dímelo. Te ayudamos.

Dolores asintió, pero no pidió ayuda. Sabía que Lucía tenía razón. El trabajo era demasiado para ella.

Llegaron sanciones de Hacienda por errores en los informes. Lucía no dejaba pasar ninguna.

—Dolores, nos han multado —anunció una mañana—. Otra vez han fallado los cálculos de impuestos.

—Pero si lo revisé varias veces…

—No lo suficiente. Es la tercera multa este mes.

Javier fruncía el ceño cada vez que revisaba la contabilidad. Y Lucía ya no disimulaba su descontento.

—Javier, perdemos dinero —decía—. Multas, recargos, clientes molestos por los retrasos. Esto no puede seguir así.

—¿Qué propones?

—Contratar a un contable profesional. Joven, con energía, que conozca las normativas actuales.

—¿Y mamá?

—Mamá puede ocuparse de la casa. A su edad es lo normal.

Dolores se quedó sentada en su despacho, pensando en cómo había cambiado todo. Antes se sentía útil, importante. La empresa era su proyecto tanto como el de su hijo. Ahora era una carga.

—Mamá, ¿puedo pasar? —Javier apareció en la puerta, con cara de culpabilidad.

—Claro, hijo. Siéntate.

Se acomodó frente a ella y tardó en hablar.

—Mamá, tengo que decirte algo.

—Dime.

—Es complicado. La empresa crece, los requisitos son más exigentes. Quizá sería bueno que… bueno, que descansaras un poco del trabajo.

Dolores sonrió con tristeza.

—¿Quieres decir que me vaya?

—No es que te vayas, solo… una pausa. Llevas tantos años trabajando, te mereces un respiro.

—Javier, dilo directamente. Lucía cree que no doy la talla.

Su hijo bajó la mirada.

—Mamá, no es por Lucía. Es que la contabilidad exige un nivel alto. Y tú… bueno, ya sabes…

—Ya. Que soy vieja y torpe.

—¡No digas eso! No eres torpe. Pero los tiempos cambian rápido, hasta a los jóvenes les cuesta seguir.

Dolores se acercó a la ventana. Abajo, la gente iba y venía, cada uno con sus quehaceres. Todos necesarios, todos con un propósito.

—Está bien, Javier. Escribiré la carta de dimisión.

—Mamá, no creas que te echamos…

—Lo entiendo, hijo. Haces lo que crees mejor para el negocio.

—Te ayudaremos económicamente, ya lo sabes.

—Lo sé. Gracias.

Javier se fue, y Dolores se sentó a escribir la carta.El autobús se alejó lentamente, y Dolores cerró los ojos, decidida a comenzar de nuevo, esta vez por ella misma.

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