—¡Vaya, otra vez con esa cara de vinagre! —reprochó Carmen Rodríguez con fastidio—. ¡Podrías al menos dar las gracias! Solo sabes poner gestos de asco.
Lucía clavó la mirada en su suegra, conteniendo el enfado. Estaba harta de que la madre de Javier se entrometiera en su matrimonio con excusas de «ayuda».
Ese día, la mujer había aparecido con un gato sin que nadie se lo pidiera. Todo empezó cuando, tras mudarse unos vecinos, cucarachas invadieron su piso. Al comentarlo Javier, Carmen decidió «solucionarlo» trayendo un felino.
—¿Para qué necesitamos un gato si no son ratones? —protestó Lucía.
—¡Todo el mundo sabe que los gatos cazan cucarachas! —afirmó la suegra con seguridad.
—He vivido con gatos toda mi vida y jamás vi uno comerse una cucaracha —replicó Lucía, negando con la cabeza—. ¡Y no es eso! ¿Olvidaste que Javier es alérgico?
—¡Aguantará un poco por el bien común!
—No, Carmen. Llévese ese gato de donde vino. Si quisiéramos mascota, la tendríamos —sentenció Lucía.
—¡Tú no mandas aquí! Cuando llegue Javier, él decidirá.
Media hora después, el marido entró en casa. Mientras, Carmen paseó al animal buscando cucarachas, aunque Lucía ya las había exterminado. Al no hallar ninguna, insistió:
—Se escondieron, pero saldrán de noche. Ahí Pepe será útil —dijo, bautizando al gato.
Javier, sin notar al intruso, pisó un charco en el baño.
—¿Derramaste algo? —gritó, lavando las manos.
—No. ¡Fue tu madre! —respondió Lucía, señalando el líquido.
Al oler el calcetín, Javier comprendió. En la cocina, Carmen acariciaba al felino de mirada hosca.
—¿Mamá?
—Hijo, ¡Pepe acabará con las cucarachas! ¡Te lo aseguro!
Javier estornudó repetidamente.
—¿Ves? —ironizó Lucía—. Mientras Pepe «caza», tú morirás de alergia.
—¡Quita ese gato! —ordenó Javier entre estornudos.
Carmen, ofendida, lo echó al portal.
—No se quejen cuando las cucarachas invadan todo.
—Aquí no hay ni polvo —replicó Lucía.
—¡Desagradecida! Ni valoras mi ayuda.
—¿De dónde sacó el gato? —preguntó Lucía—. Parece mascota de alguien.
—Estaba en la calle —mintió Carmen—. Solo lo presté…
Lucía calló, indignada. Típico de su suegra: llevarse un gato ajeno y armar un caos.
—Mamá, ¿podrías dejar de «ayudar»? —pidió Javier.
Carmen tenía talento para el desastre. Una vez, durante una ausencia de la pareja, desenchufó su nevera No Frost para descongelarla, arruinando dos kilos de jamón ibérico que los padres de Lucía, asturianos, les habían enviado. Nunca se disculpó.
Otra vez, compró arenques en oferta. Javier, tras comer, pasó tres días con fiebre por la caducidad. O cuando estropeó la bañera de acrílico con lejía concentrada, negándose a admitirlo.
—¿Por qué la tocó? ¡Yo la limpié! —reclamó Lucía.
—¡Tú solo esparces la suciedad!
Ahora, con el gato, Lucía estalló:
—¿Debería rezar por usted? ¿Por el jamón tirado, la bañera destruida o el envenenamiento? ¡Basta ya!
—¿Prefieren que no vuelva? —se ofendió Carmen.
—Buena idea. Mejor iremos nosotros —dijo Javier.
—¿Tú también? —miró a su hijo—. ¡Jamás pondré un pie aquí!
Al marcharse, nadie la detuvo. Esa noche, mientras Lucía limpiaba pelos y Javier estornudaba, ambos suspiraron aliviados. Que se enfadara. Al menos, en su casa.