Nuestra nuera es una depredadora con sonrisa de caramelo. Aguarda nuestra muerte para adueñarse del piso.
Les juro que me duele escribir esto. No por ensuciar a nadie, sino porque aún no entiendo cómo llegamos aquí: sentada en la cocina, abrazando el cojín bordado por mi abuela, susurro a mi marido que quizá dejemos el piso… al convento de las Carmelitas. Sí, lo han oído bien. No a nuestro hijo, ni a los nietos, sino a Dios. Porque de otro modo, este hogar sudado lágrima a lágrima caerá en manos de quien entró en nuestras vidas como un ladrón entre sombras: sigilosa, calculadora, con mapas trazados.
Me llamo Carmen Ruiz, 68 años. Vivo con Francisco en el centro de Salamanca, en un piso de tres habitaciones comprado hace veinte años tras vender la casa de la sierra, juntar ahorros y pedir un crédito. Cada baldosa huele a sacrificio, noches en vela y sueños rotos. Criamos a Sergio, nuestro único hijo, imaginando que algún día traería una novia humilde, de corazón noble. Alguien que cruzara la puerta para quedarse en el alma. Pero el destino burló nuestros planes.
Hace cinco años, Sergio presentó a Leticia. Desde el primer instante supe que era ajena. No por sus modales vulgares o su risa estridente, sino por esa esencia gélida que transpiraba. Sus ojos: dos monedas relucientes sin rastro de calidez. Solo ambición disfrazada de dulzura.
Mi hijo, hechizado, obedecía cada susurro. Si ella pedía bodas rápidas, corría al registro. Cuando le rogué que esperaran, que se conocieran mejor, me acusó de egoísta. «La amo», dijo. Y yo… callé. Temía perderlo.
Tras casarse, alquilaron un estudio. Les ayudábamos discretamente: dinero, cenas, regalos. Pero con cada visita, Leticia mostraba su veneno. Indirectas, burlas, exigencias. ¿Y Sergio? Sonreía, ciego, creyendo que su esposa era un ángel.
La Nochebuena pasada lo cambió todo. Preparé su cocido favorito, tortilla de patatas y rosquillas. Quería paz. Pero durante la cena, ella soltó al descuido:
—¿Para qué hipotecarse? Ustedes tienen este piso. Al final será nuestro.
Sentí un frío cortándome el pecho. Ya no veía a una nuera, sino a una hiena pintada de rojo. Lo peor: Sergio guardó silencio. ¡Ni una palabra! Solo rió, incómodo.
Al marcharse, Francisco, hombre sereno cuarenta años, rompió a temblar:
—No permitiremos esto. No les debemos nada.
Hablamos por primera vez de testamento. Acordamos: si seguía así, el piso iría al convento donde rezamos cada domingo. No por maldad, sino para proteger lo que construimos con el alma. No queremos que este rincón lleno de memorias termine en manos de quien lleva una calculadora en lugar de corazón.
Siempre soñamos legar a Sergio un hogar donde crecieran risas de nietos. Pero no a cambio de nuestra dignidad.
¿Debo confrontarlo? Si hablo, lo pierdo. Si callo, viviré sintiendo cómo Leticia cuenta los días hasta nuestro último suspiro. Duele. Duele hasta la rabia.
Ruego un milagro: que despierte. Que vea el juego sucio. Pero cada amanecer apaga esa esperanza. Él, niño hipnotizado; ella, titiritera sin escrúpulos.
¿Alguien ha vivido esto? ¿Qué harían? Mi pecho se desgarra al ver a mi hijo convertirse en fantasma… por quien anhela que cerremos los ojos no de pena, sino para allanarle el camino al «botín».
Por favor, aconsejen. Mientras quede tiempo. Mientras respiremos.