Todo comenzó como un sueño extraño, en el que los recuerdos se mezclaban con la bruma del desengaño. Yo y mi marido nos separamos cuando nuestro hijo menor, Álvaro, tenía apenas cuatro años, y el mayor, Javier, diez. Me quedé sola con ellos en un piso de Madrid, en el barrio de Chamberí, luchando contra el tiempo y el cansancio. Mi madre, la única que me sostuvo, llevaba a los niños al colegio, les hacía la comida y me permitía trabajar dos turnos: de mañana en una tienda de tejidos y de tarde en una cafetería.
Mis hijos crecieron fuertes, listos, con estudios. Javier se fue a vivir a Valencia con su mujer, construyendo su propia vida lejos de mí. Pero Álvaro… él era mi esperanza. Más cercano, más parecido a mí.
Cuando entró en la Universidad Complutense, tomé una decisión desesperada: me fui a trabajar a Suiza. Limpié casas, cuidé ancianos, dormí en habitaciones frías y gasté cada euro en él. No para mí, nunca para mí. Sabía que si no lo hacía yo, nadie lo haría.
El día que me dijo que se casaba con Lucía, una chica de Burgos que apenas conocía, me llené de alegría. Parecía dulce, educada… pero ahora sé que las apariencias engañan.
Les di todo. Les compré un piso en Getafe con el dinero que gané lejos de casa. Organicé su boda en una finca de Toledo: vestido de novia, banquete, fotógrafo… todo como querían. Javier no se quejó; él entendía que su hermano lo necesitaba más.
Pero la vida sabe dónde golpear.
Dos semanas después de la boda, fui a visitarlos con una cesta de frutas y unas croquetas. Lucía me recibió con la frialdad de una funcionaria de Hacienda. Me sirvió un té y, sin pestañear, soltó:
*Doña Isabel, sería mejor que solo nos viéramos en Navidad o cumpleaños. Así evitamos malentendidos.*
El té casi se me cayó de las manos.
*¿Perdona?*
*Es lo mejor para todos.*
Mi hijo no dijo nada. Ni una palabra. Solo se quedó allí, como si no fuera su madre quien había trabajado hasta el hueso por ellos.
Salí temblando, subí al autobús 34 y contuve las lágrimas mientras pasaban las calles. Toda mi vida fue para ellos… y ahora solo soy una intrusa.
Javier me llamó al día siguiente:
*Mamá, no mereces esto. Lo siento por mi hermano.*
Pero sus palabras no alivian el dolor. No pedí dinero, ni que vivieran conmigo. Solo quería amor.
Ahora estoy en mi salón, en el piso de siempre, preguntándome si sonreír en las próximas fiestas o desaparecer para siempre. Porque ya no soy su madre. Soy una sombra en la vida que ayudé a construir.