**La Novia Fugitiva**
Bajé del tren, me despedí de la revisoría y me dirigí hacia el antiguo edificio de una sola planta de la estación. Dentro había un único vestíbulo amplio. Pegadas a las paredes estaban la taquilla, los quioscos de periódicos y bebidas, y en el centro, filas de sillas de metal soldadas entre sí. A la izquierda de la entrada, un pequeño bar atendido por una señora corpulenta. Unas diez personas esperaban sentadas su tren.
—Joven, ¿me da cien euros? Me falta para el billete —dijo una mujer de edad imprecisa acercándose. Su rostro enrojecido, el maquillaje mal aplicado. El olor a alcohol me golpeó de lleno.
—¿Y si mejor le compro algo para comer? —le dije, tomándola del codo para llevarla al bar, pero ella se soltó bruscamente.
—¡Suélteme! Y con esa pinta de persona decente —gritó, alzando la voz en todo el vestíbulo. Las conversaciones cesaron un instante, todas las miradas se volvieron hacia nosotros, pero al segundo siguiente, todos siguieron a lo suyo, retomando el murmullo.
—Que te… —La mujer se apartó de mí.
Sonreí irónico y me acerqué a la dueña del bar.
—Hiciste bien, chaval, en no darle dinero. Anda pidiendo aquí todos los días. Se ha hundido del todo. Y eso que era guapa. Lo que hace el desamor —dijo la mujer, suspirando y moviendo la cabeza—. ¿Un café con un pastelito?
—No, gracias. Necesito ir al pueblo de Los Pinos. ¿Dónde para el autobús?
—Hoy ya no habrá autobuses hasta Los Pinos. Mañana a las cinco y media habrá uno —notó mi decepción y añadió—: Aunque afuera siempre hay taxistas. Chicos que hacen de taxi por las noches, eso sí, cobran caro.
—Gracias. —Ajusté mejor mi bolsa deportiva y salí.
Afuera ya había anochecido. Saqué el móvil del bolsillo, marqué un número y lo llevé a la oreja. Nadie contestó.
De pronto, un plateado *Seat León* frenó junto al edificio. Una chica bajó corriendo y pasó junto a mí hacia la estación. Me resultó vagamente familiar. ¿De dónde? Era mi primera vez allí, no podía conocerla. Volví al vestíbulo. La chica hablaba con la dueña del bar. Me acerqué.
—¿Quieres un té, cariño? —preguntó la dueña.
—Gracias, tía Luisa, pero me voy. —Se giró y chocó conmigo—. Perdona, no te vi.
Sus ojos, azules como el mar, los hoyuelos en sus mejillas sonrosadas… Nunca había visto a nadie más bella.
—Ah, mira, Justo va para Los Pinos. Justo, lleva a este chico —dijo la dueña.
La chica me miró con atención.
—Adiós, tía Luisa. Vamos —dijo, y salió hacia el coche.
Casi tuve que correr para seguirla. Justo abrió la puerta del acompañante y sacó un gran paquete.
—Déjeme ayudarle —ofrecí mi mano.
—No hace falta. Es el velo y las flores —sonrió, y sus hoyuelos se marcaron—. Mejor abre la puerta de atrás.
Colocó el paquete en el asiento trasero y se volvió hacia mí:
—Sube.
—Un momento. ¡Tú eres Justa! Por eso me resultabas familiar. En persona eres incluso más guapa —vi su mirada de sorpresa y me apresuré a añadir—: Vengo con Esteban a vuestra boda. Servimos juntos. Solo que no vino a recibirme y no contesta al teléfono.
—Hoy es su despedida de soltero —los hoyuelos de Justa reaparecieron.
—Te he visto en una foto que me enseñó Esteban —añadí.
El coche avanzaba por una carretera estrecha, serpenteando entre los árboles. Los faros apartaban la oscuridad, empujándola hacia los lados.
—¿No te da miedo conducir sola de noche por el bosque? —pregunté.
—No. Y rara vez lo hago. Hoy Esteban no pudo venir conmigo a la ciudad.
—¿No hay flores en tu pueblo? —pregunté, curioso.
—Claro que sí. Pero este es el ramo de novia. Quería algo especial —Justa no apartaba la vista de la carretera.
—Qué rápido todo, la boda. Solo un año desde que salió del ejército —me sentí algo entrometido.
—Esteban y yo lo hablamos antes de que se fuera. Prometimos casarnos cuando volviera —respondió alegre.
No podía dejar de mirar sus hoyuelos.
—¿Entonces te casas por un acuerdo? ¿No por amor? —pregunté en voz baja.
—Por amor también —respondió, sin notar mi tono de reproche.
Viajamos un rato en silencio.
—Conduces muy bien —dije, rompiendo el silencio.
—Me enseñó Estebi en el instituto. ¿A dónde te dejo en el pueblo? ¿Al hostal?
—Supongo —respondí.
—Oye, mejor te llevo directo al bar, a la despedida. Allá te arreglas con Esteban —propuso.
—Ir al bar con la bolsa… —dudé.
—Déjala en mi casa. Mañana la recoges. ¿Vamos al bar entonces? —su mirada fugaz me recorrió.
—Vamos —asentí, sonriendo.
Mientras la oscuridad huía de los faros, recordé una foto muy distinta que había visto en posesión de Esteban.
—¿Quién es? —pregunté al ver a una chica pelirroja de mirada sensual.
—¿Te gusta? —sonrió burlón—. Ni lo sueñes. —Y arrebató la foto de mis manos.
—Justa es más guapa —dije entonces.
Él no respondió. Esa noche, en el cuartel, se jactó de cuántas chicas había tenido antes del servicio. «Con solo chasquear los dedos, cualquiera es mía», presumió.
Esteban es buen tipo, pero su fanfarronería me sacaba de quicio. Me dio pena por Justa. Le sería infiel, le arruinaría la vida. Hace un mes me llamó de repente y me invitó a la boda. ¿Por qué no ver a un viejo compañero? Sobre todo porque insistió varias veces.
—Oye, ¿nos tuteamos? —propuse.
—Vale —aceptó sin más.
Me dejó frente al bar. La luz de los ventanales iluminaba la calle. Justa me dio su dirección, me pidió que vigilara a Esteban para que no se emborrachara demasiado, y se fue.
La observé alejarse. Hacía fresco. De pronto, me invadió una soledad insoportable. La música del bar sonaba a mis espaldas, pero solo veía sus ojos azules y sus hoyuelos.
—¡Jaime! ¡Al fin! Ven con nosotros —Esteban se levantó, agitando los brazos—. Este es mi amigo del ejército. Servimos juntos —explicó a los presentes.
Nos abrazamos, y noté que ya iba bien servido. Tambaleándose, con la mirada vidriosa. Alguien me metió un chupito de licor en la mano.
(Continúa…)