La novia que olvidó decir «gracias»
―Lucía, ¿tenéis algo para comer? ―preguntó Alba al pasar corriendo―. Estoy que me muero de hambre, es horrible. Y voy con mucha prisa. Hoy tengo que hacerlo todo. Es el 8 de marzo, ¿sabes? Las chicas me esperan para salir de fiesta.
―Sí, nuestra fiesta. El día de la mujer. Toma, cariño. Felicidades ―Lucía le entregó una cajita con una pulsera que Alba llevaba años deseando.
Ella jamás pudo comprársela. Su sueldo se esfumaba cada mes: una chaqueta nueva, extensiones en el pelo, salidas con amigas… ¿Para qué privarse de los placeres? Lucía conocía ese deseo. Quería hacerla feliz. Era casi una hija. Después de todo, siempre soñó con una niña, además de su hijo Adrián. Cuando él llevó a Alba a casa, el sueño se cumplió. Lucía la adoraba y la consentía sin medida.
No era que Alba fuese especial o especialmente bondadosa. Simplemente, Lucía amaba a su hijo, y por ende, todo lo suyo. Llevaban tres años juntos, y ella, como buena suegra, la acogió en la familia.
Pero olvidó algo: la gente se acostumbra a la generosidad. Cuando recibes sin cesar, dejas de agradecer. Con el tiempo, exiges más, como si fuese tu derecho.
Así fue con Alba.
Desde que Lucía y su marido Carlos se mudaron a una casa en la sierra de Guadarrama, invitaron a la chica a quedarse una noche. Alba nunca más se fue. Ocupó la habitación de Adrián sin preguntar. A los padres les pesaba no tener intimidad, pero callaban.
¿Por qué habría de quejarse Alba? Allí todo era lujo: nevera llena, comida casera, limpieza impecable… Hasta viajes a la Costa del Sol, pagados por la familia, aunque ella ganaba bien. Jamás contribuyó. Ni un euro para la compra.
Lucía, Adrián y Carlos jamás sospecharon nada. Hasta aquel 8 de marzo.
Ese día, Lucía y su amiga Rosa reservaron un balneario en Toledo: piscina, masajes, cena gourmet. Hasta las once podían invitar a alguien.
La paz se rompió con una llamada:
―Lucía, Adrián me dijo que estáis en el balneario. ¿Puedo pasar un rato?
A Lucía le sorprendió. Quería estar solo con Rosa, que tenía tres hijos y rara vez salía. Pero decir que no le pareció correcto.
―Vale, ven, pero pronto ―musitó.
En quince minutos, Alba entró en la suite.
―¡Qué chulo! ¿El spa está abierto? Voy, que tengo prisa ―se enfundó una bata y desapareció.
Las amigas intercambiaron miradas. Después, llegó la cena: ostras, caviar, frutas exóticas… Alba reapareció y se sirvió sin pudor.
―Toma, felicidades ―Lucía le dio su regalo.
―¡Justo lo que quería! ―masculló Alba con la boca llena.
Rosa también le entregó un detalle. Ni un gracias. Ni una felicitación. Como si el día fuese solo suyo.
―Bueno, me voy. Las chicas me esperan ―anunció Alba.
―Adrián te tiene una sorpresa ―recordó Lucía―. Hizo cena y guardó un regalo…
―Mañana lo recojo. Que se coma él la cena.
Partió sin más. Ni una palabra para las mujeres.
El silencio llenó la habitación.
―Lucía, no quiero criticar, pero…
―Lo sé. Es mi culpa. La malcrié tanto que hasta olvidó ser agradecida. En cambio, sabe usar a la gente.
Decidieron no arruinar la noche.
Y a la mañana siguiente, Adrián escuchó una conversación que lo cambiaría todo…