Hoy releo estas páginas con cierto temblor. Dicen que las bodas sacan lo mejor de las personas, aunque a veces muestran lo peor.
Desde que Sol se comprometió con Álvaro, intuía que su mayor obstáculo no sería la organización, ni la lista de invitados, ni siquiera el presupuesto de once mil quinientos euros. Sería Magdalena, su madre. Siempre acaparó miradas allá donde iba. Atractiva, segura de sí y habituada a imponerse, Magdalena no veía la boda de su hija como una celebración del amor, sino como otra oportunidad para brillar.
Al principio, las indirectas de madre parecían inocuas: elogios sobre lo favorecedor del blanco, nostalgias sobre viejos trajes nupciales, comentarios al aire como: “En la boda de tu tía, todos creían que yo era la novia”. Pero cuando descubrí que había contratado en secreto peluquera y maquilladora para la mañana de la ceremonia, saltaron todas las alarmas.
Luego llegó el vestido. Yo había elegido uno blanco, sencillo pero elegante, reflejo de mi carácter tranquilo. Una tarde, llegando sin avisar a casa de Magdalena, vi un recibo en la encimera: un traje de noche blanco hecho a medida, con perlas y una cola dramática. El mensaje era claro: pensaba vestir de blanco en mi boda.
La confronté, esperando una explicación… o al menos una negativa. Solo sonrió: “Cariño, la gente espera verme radiante. Qué le voy a hacer si opaco a la novia”.
Atónita, dolida y resuelta, comprendí que debía tomar las riendas no solo de mi boda, sino de mi propia historia. Con mis damas urdí un plan audaz.
Llegó el gran día. Los invitados entraron en la iglesia de Valladolid y se encontraron algo insólito: todas las damas, desde la madrina hasta las pajes, vestían un blanco radiante. Sus trajes fluidos, elegantes y sospechosamente parecidos a vestidos de novia hacían parecer que el séquito entero había desfilado en una pasarela.
Entonces hizo su entrada Magdalena.
Se quedó helada.
Su vestido hecho a medida, aquel que debía ser su gran triunfo, ahora era solo uno más entre tantos blancos. Los suspiros de admiración que esperaba nunca llegaron. Nadie volvió la cabeza. Ni un murmullo. Simplemente… pasó desapercibida.
Y entonces, la música cambió.
Todas las miradas convergieron en el fondo del salón.
Allí estaba yo, no de blanco, sino con un traje de rojo intenso y dorados centelleantes. La tela rica brillaba al caminar, proyectando destellos lumínicos, mi figura resplandecía como una llama en paisaje nevado. Radiante, majestuosa… inolvidable.
Suspiros recorrieron la estancia. Teléfonos se alzaron en el aire. Hasta Álvaro quedó inmóvil, sobrecogido por mi presencia.
Entre aquel mar de “novias”, Magdalena comprendió lo ocurrido. Su hija la había superado con elegancia y espectacularidad.
La ceremonia continuó. Álvaro y yo interciamos votos, nuestro amor eclipsó cualquier elección indumentaria. Pero mientras la celebración avanzaba hacia la madrugada, observé a mi madre sentada callada en un rincón, apagada, distante, su altivez habitual diluida.
Más tarde, tras cortar el pastel y empezar el último vals, me acerqué. “Estabas preciosa hoy”, dije suave.
Magdalena sostuvo mi mirada. Esta vez, ni arrogancia ni rivalidad: solo una sonrisa tierna y serena. “Tú también. Jamás imaginé… que serías tú quien me eclipsaría”.
Tomé su mano. “Nunca fue por eclipsarte, mamá. Solo quería un día para mí”. Asintió lentamente: “Lo tuviste. Y te lo merecías”.
Esa noche, por primera vez en años, no chocamos. Reímos. Recordamos. Y mientras el foco cambiaba, algo profundo también se desplazó: nuestra relación, oscilando de la rivalidad hacia algo más cálido, más auténtico.