La novia indeseada: cómo una madre arruinó la felicidad de su hijo

La Novia No Deseada: Cómo una Madre Arruinó la Felicidad de su Hijo

Vera se ajustó nerviosa el cuello de la blusa mientras contemplaba el modesto edificio de cinco pisos en el centro de Zaragoza. Entre sus manos, llevaba un ramo de flores para su futura suegra y una caja de pasteles caseros. Aquel día conocería a la madre de su prometido, Miguel. Un encuentro del que tanto dependía. Y, como descubriría después, no era para menos su preocupación…

Doña Olga, madre de Miguel, los recibió con cortesía pero firmeza. Su piso era amplio, impecable, con ese aire severo de otra época. Sobre la mesa, ensaladas, jamón asado y conservas caseras. Había preparado todo con esmero. Sin embargo, sus ojos no engañaban: frío, desconfianza, un desdén que lo medía todo.

—Dime, Vera, ¿en qué trabajas? ¿Dónde están tus padres? ¿Qué tienes resuelto con la vivienda, el dinero, tus planes? —Las preguntas caían una tras otra, y Vera respondía con calma, conteniendo el aliento.

Pero la tensión crecía. En un silencio incómodo, Doña Olga dijo de repente:

—Miguel, ven a la cocina, ayúdame con los repollitos rellenos.

—Claro, mamá —respondió él, obediente.

Salieron, pero Vera escuchó con claridad las palabras de Doña Olga desde la cocina. Primero en susurros, luego cada vez más altas.

—¿Pero te has vuelto loco? Es una trepa, una cualquiera. La vi en la panadería, ¡fregando el suelo! ¿Tú, con su nivel? Mira tú qué buen partido eres, con tu negocio, y ella queriendo arrastrarte a las afueras. ¿Para qué la quieres? Tienes piso, coche, posición. ¡Y ella qué trae?

El corazón de Vera latía como un tambor. Las manos se le helaron. Se levantó en silencio, se puso el abrigo y salió. Sin lágrimas, sin reproches. Solo el frío de la certeza: «Todo claro».

Con Miguel se habían conocido en la panadería. Él iba a menudo a comprar pasteles para sí y su madre. Aquel día, Vera estaba tras el mostrador. Algo surgió al instante: una mirada, una sonrisa, unas palabras.

—Para mi madre, de canela. Para mí, de amapola. Y una caja de éclairs. ¿Te puedo invitar a pasear esta tarde?

—Hoy no puedo, cierro tarde. Quizá otro día.

Seis meses después, él le pidió matrimonio. Resultó ser dueño de varias panaderías, un negocio heredado de su madre. Ella lo inició, él lo expandió. No le importaba trabajar duro: barrer, atender, lo que fuera.

—Mi vida es sencilla —solía decir Vera—. Mi madre, mi abuela, mi hermana. Vivimos en un piso que heredó mi madre.

—Yo vivo con mi madre. Tenemos un ático. Pensé que te mudarías con nosotros.

—No. No dejaré sola a mi abuela. Podemos buscar algo juntos, pero a tu casa no voy.

—Eso es un pueblo.

—Es una urbanización moderna. No confundas.

Tras la visita, Vera evitaba hablar de la boda. Miguel insistía:

—Mamá solo está nerviosa. Pero te ha aceptado. Quiere conocerte mejor, visitar a tu abuela.

—¿Aceptado? ¿Qué más ha investigado? Mi abuela vendrá a un café. Allí se conocerán. Sin juicios sobre mi casa.

Al final, se casaron. Miguel se mudó con Vera. Un año de calma, casi de felicidad. Hasta que empezaron las visitas de su suegra.

—Qué bien estáis aquí. Me quedaría para siempre —decía, recorriendo la casa con la mirada.

Entonces, la tormenta. Miguel perdió el trabajo, y Vera descubrió la terrible verdad: antes de casarse, había pedido un préstamo enorme… para un piso de su hermana. Él debía pagarlo. Todo en secreto, hasta que el banco llamó a su domicilio.

Doña Olga irrumpió como un huracán.

—¡Mira lo que has hecho, Vera! Mi hijo lo dio todo por ti, ¡y ahora está arruinado! Tú lo trajiste aquí, lo despojaste, ¡y ahora está enterrado en deudas!

—¿De qué habla? Vive aquí sin pagar nada, la comida es mía, la casa es mía. ¿Qué deudas?

—¡Trabaja para ti y no tiene dinero! ¿Dónde está su sueldo?

—Miguel, explícame. ¿De qué trata esto?

—¡Cállate, Miguel! —gritó Doña Olga.

—¡Basta! Miguel, habla. ¿Qué préstamo?

—Lo pedí… seis meses antes de casarnos. Para mi hermana. Se divorció, tiene hijos… Mamá me pidió ayuda.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo?

—No lo sé…

—¿Y ahora?

—Páguelo. Ahora sois una familia, así que juntos —sentenció Doña Olga.

—No. No somos nada. Salgan. Los dos.

—¿Lo dices en serio? —Miguel la miró atónito.

—Totalmente. Deja las llaves.

Se fue. Sin gritos. Sin abrazos. Solo con una maleta. Vera, sin derramar una lágrima, cerró la puerta. Inició el divorcio. No había nada que repartir.

Él volvió con su madre, su hermana y los niños. Encontró trabajo. Sigue pagando. Sobrevive.

¿Y Vera? Amplió su panadería. Se hizo más fuerte. Y supo con certeza: el amor no es sacrificio ni ceguera. Es honestidad, respeto y elección. Elegir no salvar, sino cuidarse a una misma.

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