Alejandro nunca había dudado de su vida. Siempre había seguido el camino que se esperaba de él: un hombre responsable, un esposo ejemplar, alguien en quien todos podían confiar. Nunca cuestionó sus decisiones. Nunca se permitió preguntarse si realmente estaba viviendo la vida que quería. Hasta aquella noche.
Estaba sentado solo en un bar del centro de Madrid, con un vaso de whisky entre las manos. El hielo se derretía lentamente, formando pequeñas gotas en la superficie del cristal. A través de la ventana podía ver las luces de la Gran Vía reflejándose en el pavimento mojado, el ruido de los coches, el murmullo de la gente apresurada. Pero Alejandro no veía ni oía nada de eso.
Solo una frase retumbaba en su mente, una que su terapeuta le había dicho esa misma tarde:
– Alejandro, tienes un problema serio. Con tu esposa.
Esas palabras le golpearon como un puñetazo en el estómago. ¿Un problema con Claudia? Nunca lo había visto así. Pero ahora… ahora todo empezaba a encajar.
Claudia lo llamaba cada vez que se retrasaba, aunque solo fuera media hora. No de vez en cuando. Siempre.
Era ella quien elegía los libros que debía leer, las películas que debían ver juntos. ¿El gimnasio? Su idea. ¿La alimentación saludable? Nunca le prohibió nada, claro, pero cuando la nevera solo contenía ensaladas, pescado y yogur sin azúcar, ¿qué otra opción tenía?
Fue ella quien le hizo dejar de fumar. Fue ella quien, sin imposiciones directas, pero con una precisión milimétrica, lo fue alejando de sus viejos amigos, esos que, según ella, no eran buena influencia, los que bebían demasiado, los que no tenían metas claras en la vida.
Y así pasaron diez años.
Diez años en los que su vida cambió poco a poco, casi sin que se diera cuenta. Diez años en los que fue perdiendo su esencia, trozo a trozo. Diez años en los que, sin advertirlo, su vida dejó de ser suya. Y solo ahora, en esta noche, en este preciso instante, entendió la verdad.
Algo dentro de él se rompió.
Rabia. Frustración.
¿Cómo permití que esto sucediera?
Aquella no era su vida. Era una realidad diseñada por Claudia, un molde perfecto en el que él había encajado sin darse cuenta. La versión del esposo ideal que ella quería. Y él… él simplemente se dejó llevar.
Entonces empezó a rebelarse. A discutir. A decirle que le había robado la libertad, que le había encerrado en una jaula dorada, que ya no se reconocía en el hombre que era ahora.
Y así, Alejandro tomó una decisión.
Hizo su maleta. Le dijo que necesitaba tiempo. Que debía marcharse. Que tenía que descubrir quién era realmente.
Su terapeuta – el único que parecía entenderlo – le dijo que estaba haciendo lo correcto.
“¿Qué tenías antes de conocerla?”
– Alejandro, dime algo. ¿Qué tenías antes de conocer a Claudia?
Tomó aire, cerró los ojos por un segundo y se frotó la frente.
– Nada. No tenía casa. No tenía ahorros. No tenía una carrera estable. Claudia siempre me decía que me amaba tal como era. Pero ahora… ahora empiezo a preguntarme si me eligió porque era fácil de moldear.
Esperé un momento antes de hacer la siguiente pregunta:
– ¿Y qué tienes ahora?
Se quedó callado. Como si temiera decir las palabras en voz alta.
– Un ático en el barrio de Salamanca. Una casa de verano en la Costa Brava. Mi propia empresa. Un coche que antes solo veía en revistas. Un hijo que acaba de empezar el colegio. Estabilidad. Seguridad.
Hizo una pausa. Miró fijamente su vaso.
– Y, sin embargo, dices que te ha quitado algo. Que te ha manipulado. – Dije en voz baja. – Alejandro, cuando la conociste, no tenías nada. Luego apareció ella, y de repente lo tenías todo. ¿Cómo explicas eso?
No contestó.
– Dejaste de fumar. Empezaste a cuidar de ti mismo. Construiste algo sólido. Tienes respeto. Y ahora dices que te ha arrebatado algo?
Tragó saliva con dificultad.
¿Cuál era la verdad?
Ella le llamaba porque se preocupaba por él. Porque, si algo le pasara, sería la primera en buscarlo. Y lo encontraría.
Quizás a veces se excedía. Quizás traspasaba ciertos límites.
Pero ¿realmente preferiría que no le importara nada?
Alejandro se quedó quieto, mirando el fondo vacío del vaso.
Y luego, tras un largo silencio, susurró:
– La amo. Amo a mi hijo. Y si soy sincero… mis antiguos amigos ya no están. Algunos arruinaron su vida con el alcohol. Otros tomaron decisiones de las que nunca pudieron volver. Pero Claudia… Claudia siempre estuvo ahí. Incluso cuando yo mismo no sabía hacia dónde iba.
Una leve sonrisa, casi imperceptible, apareció en su rostro.
– Al final… tengo un hogar. La tengo a ella. ¿Quién sería yo sin ella?
Respiró hondo, sacó el móvil y marcó su número.
– Claudia… voy a casa.