La noche, densa sobre la ciudad, parecía presagiar una tragedia. Nubes pesadas avanzaban por el cielo como cargadas de esperanzas rotas y destinos truncados. El coche deslizaba sobre el asfalto mojado como un fantasma, dejando tras de sí estelas de luces y un silencio cortado por la angustia. Rodrigo estaba al volante, agarrando el timón como si su vida dependiera de ello. Cada bache del camino resonaba en su espalda como un martillazo, no físico, sino del alma, como si el destino le recordara: nada sería fácil. En el coche solo se escuchaba la respiración entrecortada de Lucía, a su lado. Ella se reclinaba en el asiento como queriendo huir del dolor, del miedo, de sí misma. Su mano reposaba sobre su vientregrande, como si sostuviera no solo a un niño, sino a un mundo entero que podía derrumbarse en cualquier instante. En sus ojos, clavados en el cielo gris y sin vida tras la ventana, no había luz. Solo anhelo. Profundo, abrumador, como el viento helado que cala los huesos. No miedo. No dolor. Solo anheloel que surge cuando ya sabes que todo terminó, pero aún esperas un milagro.
“Rodri…” Su voz era más frágil que una telaraña, más débil que el susurro del viento entre hojas secas. “Escúchame. Por favor.”
Él asintió sin apartar la mirada de la carretera, pero todo su sercada célula, cada nervioestaba en alerta. Sabía que lo que venía no era una petición, sino una sentencia.
“Prométeme…” Tragó saliva como si intentara tragarse también el miedo. “Si algo sale mal… no la culpes a ella. A nuestra niña. Ella no hizo nada. Solo nació. Solo llegó al mundo. Y tú… debes amarla. Por mí. Por los dos.”
Rodrigo apretó los dientes. Sus nudillos palidecieron como si se aferraran a la última tabla en un mar embravecido. Quería gritar que todo saldría bien, que ella sobreviviría, que estarían juntosél, Lucía y su hijaen la casa que construía para ellas, con su cuarto de juegos, muñecas y sueños. Pero las palabras del médico, dichas seis meses atrás, le atravesaron la memoria como un cuchillo: “Un embarazo con tu diagnóstico es como jugar a la ruleta rusa con cinco balas. La probabilidad es de una entre seis. Y no es una broma. Es la muerte.” Recordó cómo temblaban las manos de Lucía al oír el diagnóstico. Cómo lo miróno con desesperación, sino con súplica. “Quiero esto, Rodri. Quiero ser madre. Quiero que nuestro amor permanezca en este mundo. Quiero que algo quede de nosotros.” No pudo decirle que no. No por debilidad. Sino por amor. Incondicional. Absoluto. Y creyóno en la medicina, no en las probabilidades, sino en ella. En su fuerza, en su luz, en su fe de que el amor es más fuerte que la muerte.
“Lucía,” susurró, con la voz quebrada, “volveremos a casa. Los tres. Te lo juro. No te soltaré. Pase lo que pase.”
Habló con valentía, pero por dentro todo se resquebrajaba. Cada palabra era un intento de tapar las grietas de su alma que crecían minuto a minuto.
Cuando llegaron a urgencias, la lluvia azotaba las ventanas como si el cielo llorara por ellos. La ayudó a salir, sintiendo su temblorno por el frío, sino por el presentimiento. Ella se volvió hacia él, apoyó la frente en su pecho y susurró:
“Te quiero, Rodri. Más que a la vida. Más que a nada en el mundo. Creo en ti. Podrás con esto. Eres más fuerte de lo que piensas.”
Ese abrazo duró solo segundos, pero se grabó en su memoria como la última luz antes de la oscuridad eterna. Luego se la llevaron en una camilla, y él se quedó bajo la lluvia, empapado no por el agua, sino por el frío de la soledad. Media hora después, apareció el médicoun hombre mayor con rostro de piedra y ojos donde solo quedaba cansancio.
“La situación es crítica,” dijo sin rodeos ni compasión. “La coagulación de su esposa está fallando. Luchamos, pero las probabilidades… son mínimas. Solo queda creer. Aunque, siendo honesto, en esta profesión no hay milagros.”
Rodrigo se desplomó en los escalones de la maternidad como si las piernas le fallaran. El frío de la piedra le atravesaba los pantalones, pero no sentía nada. El tiempo se alargó, se hizo pegajoso como la resina. Se levantó, caminó de un lado a otro, apretó los puños, rezóno a un dios que no conocía, sino a lo que pudiera escucharlo: las estrellas, el destino, el universo. “Tráela de vuelta. Llévame a mí, pero tráela.” Estaba dispuesto a dar tododinero, negocios, la vidacon tal de que ella sobreviviera.
Entonces, como surgida de la nada, apareció Raquel. Amiga de Lucía desde la universidad, enfermera en pediatría. Pelo corto oscuro, ojos fatigados y olor a cloro mezclado con nerviosismo. Se sentó a su lado sin preguntar, como si ya lo supiera.
“¿Cómo está?”
Él negó con la cabeza. Su rostro era una máscara de dolor.
“Muy mal,” susurró.
Raquel suspiróno con lástima, sino con irritacióny de repente dijo:
“Egoísta. Sabía lo que arriesgaba. Sabía que podía marcharse. ¿Y tú? ¿Tus padres? ¿Son solo peones en su juego?”
Rodrigo se giró bruscamente. Algo primitivo ardía en su miradaira, dolor, incredulidad. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo podía hablar así de Lucía, la mujer por la que movería montañas? Pero el dolor lo dejó sin palabras. Decidió que era solo el cansancio, el cinismo de los médicos para sobrevivir.
“Vámonos de aquí,” dijo Raquel, tomándole la mano. “Quedarse te está volviendo loco. Vamos. Bebamos. Esperemos.”
La siguió como un ciego, como un títere. Compraron brandy barato en un quiosco cerca del hospital y se sentaron en un banco de la plaza, donde el viento agitaba hojas y bolsas de plástico. Raquel sirvió el licor en vasos desechables. Él bebió con avidez, sin saborear, solo sintiendo el ardor en la garganta que amortiguaba el dolor un instante. Ella hablaba de trivialidadesniños en la sala, compañeros, el tiempo. Su voz era firme, como un remedio. Y él se aferraba a ella como a un salvavidas.
Despertó en su sofá, con la ropa del día anterior. Le dolía la cabeza. La boca seca. Lo primero que hizo fue agarrar el teléfono. Marcó el número de enfermería. La voz de la enfermera: “Estado estable. Grave.” No era una buena noticia. Era la calma antes de la tormenta. Se levantó de un salto y salió disparado. En el hospital, Raquel lo esperaba.
“Lo he arreglado,” susurró. “Te dejarán verla. Pero solo a través del cristal. No puedes entrar.”
Lo guió por pasillos infinitos entre gritos, quejidos y olor a medicinas y muerte. Y allíuna mampara. Detrás, Lucía. Pero no era ella. Era un espectro. Pálida como la tiza, amoratada, con el rostro demacrado por el sufrimiento. Tubos, cables, suerosuna telaraña médica. El monitor mostraba una línea plana. El corazón latía. Por ahora. Pero Rodrigo entendió: esto no era una lucha. Era una despedida.
Un día despuésuna llamada






