Valentina ya no estaba dispuesta a soportarlo más. No entendía por qué Diego había cambiado tanto hacia ella. ¿Acaso ya no la amaba? Esa noche había vuelto tarde otra vez y se había acostado en el salón.
Por la mañana, cuando él salió a desayunar, Valentina se sentó frente a él.
—Diego, ¿puedes decirme qué está pasando?
—¿Qué pasa contigo?
Bebía café y evitaba mirarla.
—Desde que nacieron los niños, has cambiado mucho.
—No me he dado cuenta.
—Diego, llevamos dos años viviendo como vecinos. ¿Eso sí lo has notado?
—Mira, ¿qué esperabas? La casa siempre llena de juguetes, huele a papillas, los niños gritan… ¿Crees que a alguien le gusta esto?
—¡Pero son tus hijos!
Se levantó de un salto y empezó a pasear nervioso por la cocina.
—Todas las esposas normales tienen un hijo tranquilo, que juega en silencio en su rincón sin molestar. ¡Pero tú tuviste dos! Mi madre me lo advirtió, y no la escuché. Mujeres como tú solo saben parir.
—¿Mujeres como yo? ¿Y qué significa eso, Diego?
—Mujeres sin metas en la vida.
—¡Pero fuiste tú quien me hizo dejar la universidad para dedicarme solo a la familia!
Valentina se dejó caer en la silla. Tras un silencio, añadió:
—Creo que deberíamos divorciarnos.
Él lo pensó un momento y dijo:
—Me parece bien. Solo que no me demandes por pensión. Yo mismo te daré dinero.
Se dio la vuelta y salió de la cocina. Quería llorar, pero en ese momento se escuchó ruido en la habitación de los niños. Los gemelos se habían despertado y reclamaban su atención.
***
Una semana después, recogió sus cosas, tomó a los niños y se fue. Tenía una habitación grande en una pensión que había heredado de su abuela. Los demás inquilinos eran nuevos, así que decidió presentarse.
De un lado vivía un hombre hosco, aunque no demasiado mayor, y del otro, una mujer llamada Rosario, de unos sesenta años. Lo primero que hizo fue llamar a la puerta del hombre.
—Buenos días, soy su nueva vecina. Traje un pastel, por si quiere tomar algo en la cocina.
Intentó sonreír. Él la miró de arriba abajo, gruñó:
—No como dulces— y cerró la puerta en sus narices.
Ella se encogió de hombros y se dirigió a Rosario, quien aceptó acompañarla, pero solo para dar un discurso.
—Escuche, yo descanso por las tardes porque por las noches veo mis telenovelas. Espero que sus criaturas no me molesten con sus gritos. Y no permita que corran por el pasillo, no toquen, manchen ni rompan nada.
Habló largo rato mientras Valentina pensaba con desesperación que la vida allí no sería fácil.
***
Meter a los niños en la guardería fue una solución, y ella misma consiguió trabajo como auxiliar allí. El sueldo era miserable, pero al menos podía llevarlos y traerlos a tiempo. Además, Diego había prometido ayudarla.
Los primeros tres meses, mientras se tramitaba el divorcio, él cumplió. Pero después, el dinero dejó de llegar. Llevaba dos meses sin pagar la pensión.
La relación con Rosario empeoraba cada día. Una tarde, mientras daba de cenar a los niños en la cocina, la vecina apareció en su llamativo batín.
—Querida, espero que haya resuelto sus problemas económicos. No quisiera quedarme sin luz o gas por su culpa.
Valentina suspiró.
—No, aún no. Mañana iré a ver a mi ex. Parece que se olvidó de sus hijos.
Rosario se acercó a la mesa.
—Siempre les da macarrones… ¿sabe que es una mala madre?
—¡Soy una buena madre! Y a usted le aconsejo que no meta las narices donde no debe, porque podría salir lastimada.
¡Y entonces empezó el escándalo! Rosario chillaba como una posesa. Del ruido salió Javier, el vecino del otro lado, y escuchó un rato los improperios de la mujer antes de volver a su cuarto. Minutos después, regresó, arrojó un puñado de billetes sobre la mesa y dijo:
—Cállate. Esto es para la pensión.
Rosario enmudeció, pero cuando Javier se fue, le susurró a Valentina:
—¡Te arrepentirás de esto!
Al día siguiente, fue a ver a Diego. Él la escuchó y dijo:
—Estoy en un mal momento. No puedo darte nada.
—¿Estás bromeando? Tengo que alimentar a los niños.
—Pues hazlo, no te lo impido.
—Presentaré una demanda de pensión.
—Adelante, mi sueldo declarado es tan bajo que no te dará ni para lágrimas. Y no me molestes más.
De camino a casa, lloró. La paga quedaba lejos, y apenas tenía dinero. Pero al llegar, la esperaba otro disgusto: un policía. Rosario había denunciado que Valentina amenazaba su vida y que los niños estaban abandonados y hambrientos.
El agente habló con ella una hora y al final advirtió:
—Debo informar a servicios sociales.
—¿Informar de qué? No he hecho nada malo.
—Es el procedimiento.
Esa noche, Rosario volvió a la carga.
—Si sus hijos me molestan otra vez, iré directamente a servicios sociales.
—¿Qué está haciendo? ¡Son niños! No pueden estar quietos todo el día.
—Si los alimentara bien, dormirían, no correrían.
Los niños miraban asustados a su madre.
—Comed, mis pequeños. La señora bromea, en el fondo es buena.
No vio entrar a Javier, que llevaba una bolsa llena de comida. Abrió su nevera sin decir palabra y la llenó.
—Javier, ¿qué hace? Ese es mi frigorífico.
Él ni siquiera se volvió.
Cuando cobró, fue a pagarle. Él abrió la puerta, sombrío como siempre.
—Tome, son dos mil. Le daré más en cuanto pueda.
—No hace falta.
Cerró la puerta. En la cocina, Rosario gritaba otra vez: los niños habían derramado el té.
—¡Golfillos! ¿Qué será de vosotros con esa educación?
Valentina los llevó a su cuarto y limpió el suelo. No sabía cómo seguirían las cosas. Los niños se sentaron quietos en la cama, y ella se acercó.
—No os preocupéis. Todo pasará.
Al día siguiente, llamaron a la puerta. Eran dos mujeres, el policía y otro hombre.
—¿Valentina Serrano?
—Sí.
—Venimos de servicios sociales.
Revisaron la habitación, el frigorífico, las camas.
—Recoja a los niños.
—¡Está loca! ¡No se los llevarán!
Los gemelos, Pablo y Lucas, se aferraron a ella, llorando. El policía los arrancó de sus brazos.
—¡Mamá! ¡No nos dejes!
La escena fue desgarradora. Cuando por fin se llevaron a los niños, Valentina se derrumbó.
***
Un mes después, después de innumerables trámites, Javier la acompañó a la comisión.
—¡Serrano!
—Sí, soy yo.
—Tome sus documentos. No deje que esto vuelva a pasar.
Valentina no entendía. La mujer sonrió.
—¿Qué espera? Vaya a buscar a sus hijos.
En la sala de espera, los niños corrieron hacia ella. Todos lloraban, incluso Javier apartó la mirada.
—Vamos a casa.
***
La vida mejoró. Rosario dejó de salir de su cuarto. Javier ayudó a Valentina a conseguir trabajo en la fábrica, y aunque no ganaba mucho, al menos podían vivir.Con el tiempo, Valentina y Javier formaron una familia, donde el amor y la paciencia curaron las heridas del pasado.